Hoy más que nunca necesitamos desbloquear barreras, restableciendo la confianza en los gobiernos, fortaleciendo el espíritu solidario para debilitar los obstáculos, sobre todo los generados por nosotros mismos, fruto de ese encierro egoísta que suele impedir el diálogo entre los interlocutores sociales, que es lo que en realidad nos activa el avance y el desarrollo. Sin duda, debemos despojarnos de opresiones, mirarnos de otro modo, para mejorar las interrelaciones y las dependencias. Se trata de corregir la corriente del hacer, del obrar con el decir en coherencia. Para empezar, tenemos que batallar por los compromisos adquiridos, sustentándolos en una concepción amplia de los derechos humanos.
Llevar a buen término, la justicia social, hace que las sociedades se humanicen y que las economías funcionen equitativamente, reduciendo las injustas desigualdades y el cúmulo de enfrentamientos, que agotan los valores que nos unen. Todo este aluvión de dificultades amenaza los esfuerzos contiguos, que son los que realmente proporcionan ayuda humanitaria. Esta es la dimensión humana, o sí quieren, ética. Quizás tengamos que aprender a ser más justos, hasta con nosotros mismos. Por tanto, es necesario activar otros contextos para menguar los muros de las indecencias. Indudablemente, no tendremos quietud en el alma, si obviamos la virtud moral que, además, nos hace velar sobre el pleno respeto a lo lícito, con una objetiva distribución de beneficios y cargas bien repartidas.
Es primordial sentar las bases de un espíritu cooperante, en un mundo que tiene que hermanarse más pronto que tarde, para no destruirse. Requerimos de otras gobernanzas más auténticas, más del mundo y para la vida, que mejoren los caminos existenciales. Para esta recuperación han de reconciliarse los corazones. Son esenciales otros liderazgos que activen ese orbe conciliador, capaz de curar las heridas abiertas y el cese de las hostilidades. Desde luego, tenemos que revitalizarnos con otros abecedarios más del alma que del cuerpo, poniendo la mano tendida en la reparación del orden violado, con la satisfacción de saber eximir, para poder llegar a una nueva era de respeto y de acuerdo constructivo. A la vida le basta el latir de un andar para sumar otros andares y renacer.
Subsiguientemente, tampoco nos interesan tanto los sistemas productivos, que lo único que hacen es deshumanizarnos en lugar de hacernos familia. Sin embargo, lo que si nos conviene es unir esfuerzos para reconducirnos. Encontrar el sosiego es un constante proceso en comunión y en comunidad. De hecho, nos viene bien que germinen los lazos. Esto únicamente puede nacer del encuentro entre análogos, afanados en cultivar el amor en vez de alimentar en su interior el odio, los deseos de venganza o el ansia de destrucción.
Habrá tensiones sociales, mientras no activemos la cultura del abrazo, que es lo que genera desarrollo humanitario. Tenemos que aprender a querernos, para poder formar parte de ese vínculo estético, que es el que nos imprime la mejor energía. Hay que abandonar las políticas y pasar al orbe de las poéticas, que es un verdadero laboratorio de humanización. Solo hay que respirar sus latidos para embellecer los labios de placidez. Ciertamente, nos conviene activar nuestro innato sumatorio de pulsos en la construcción del bien colectivo, comprometiéndonos a promover en cada latido una cultura muy atenta a la primacía de los valores y principios del derecho. Actuar bajo la acción transformadora conjunta, movilizando las enterezas internas, nos ayudarán a ser de otro modo.
En ocasiones estamos tan sumidos en nosotros mismos, que al franquear cúspides solemos olvidarnos de esa alma común que nos orienta, para vencer todas las dificultades. En nuestro caso, tenemos que empezar a allanar caminos, poniendo fin a la impunidad para fomentar la confianza, encarando los legados del pasado, adoptando medidas reparadoras y garantizando una rectitud que nos sustente los vínculos. De lo contrario, continuaremos divididos.