Soy un bogotano más que está desesperado con la situación de inseguridad: salgo prevenido a la calle, temo constantemente por la integridad de mis familiares, jamás saco mi celular cuando voy caminando, evito lugares de la ciudad por ser epicentros de inseguridad, desconfió como millones de conciudadanos del transporte público, dudo siempre en dejar mi vehículo en la calle por temor a que se roben los espejos o las llantas, ¡o ambos!
Intento sacar a mi mascota no muy tarde en la noche para evitar el riesgo, reviso una y hasta dos veces que mi casa quede bien cerrada, compre cámaras y puse rejas en las ventanas y ahora vivo preso por temor, procuro no contestarle al transeúnte cuando me pregunta la hora o por una dirección porque ya sufrí dos veces las consecuencias y, ahora, parece que tocará estar alerta cuando nos sentemos a comer en cualquier restaurante.
Todo lo anterior y más describe el diario vivir de millones de personas que viven en la capital y el país.
Usted mismo al leer esta columna, estoy seguro, que no solo se identifica, sino que se le ocurrieron una o dos acciones preventivas o temores adicionales que usted y su familia realizan para protegerse del crimen.
Y disculpe por resaltar una obviedad, ¡no es normal! Me niego a creer que el resto de mi vida en Bogotá y en Colombia sea vivir temeroso de un miserable bandido.
La clase política nos ha vendido el cuento chimbo de que la situación que vivimos es un mal insuperable e incorregible; que la lucha contra la criminalidad es una guerra perdida; que enfrentar al criminal con autoridad es un acto inhumano; que tener duras penas no resuelve ningún problema y que jamás se tendrá el pie de fuerza necesario para que la autoridad impere en nuestro país y que, por eso, debemos más bien rendirnos al hampa.
¡Mentiras! El mundo nos demuestra que contrario a lo que piensan algunos políticos inescrupulosos, sí se puede lograr la seguridad necesaria que traiga tranquilidad a la ciudadanía.
El problema es que dicho objetivo requiere de carácter y voluntad por parte de quienes nos gobiernan, pero, también, de un apoyo popular irrestricto para cumplir dicha misión.
La anterior administración se encargó de entregarle la capital a los bandidos, fue complaciente y hasta cómplice. Y sí, lo sostengo. No enfrentar al delincuente es complicidad con el mismo.
En el caso de Bogotá, tenemos una nueva oportunidad. Seamos o no afines al nuevo alcalde debemos apoyarlo en su justa intención de recobrar la seguridad.
Eso sí es un verdadero acuerdo sobre lo fundamental, la unión en torno a vencer la criminalidad máxime cuando el gobierno nacional está empeñado en promocionarla.
Debemos rodear a nuestra Policía, ayudarla, y exigirle como ciudad que se le brinde lo necesario para recuperar la autoridad y el orden.