TLC: aprobación a la vista
Estados Unidos es nuestro principal socio comercial, nuestro aliado más importante y el mayor proveedor de ayuda externa, circunstancias desconocidas por la retórica antiimperialista de algunos sectores muy minoritarios, que la repiten y repiten como si la guerra fría no fuera cosa del pasado, el comunismo no hubiera fracasado en todas las partes donde se ensayó y las consignas, reiteradas por décadas, no tuvieran hostigada hasta la coronilla a la inmensa mayoría de los colombianos.
Desde que comenzó a vislumbrarse la posibilidad de un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, al lado de algunas reflexiones serias, asomó la retahíla de ataques montados sobre los mismos alegatos de siempre. Las reflexiones merecieron un análisis respetuoso. Los otros ataques, por tener mucho de consigna y poco de argumento, se miraron como una de las molestias típicas de estos casos, con los mismos diciendo lo mismo. Sólo hubo algo novedoso: viajaron a desacreditar el convenio en Washington.
Era obvio que los trámites en el Congreso norteamericano se complicaran al cruzarse con cuestiones de política doméstica, que habitualmente se calientan en vísperas electorales. Y más en esta oportunidad, en medio de una economía nerviosa y con los índices de desempleo rondando dos dígitos.
El debate público es inevitable en una democracia y no había razón para escandalizarse porque algunos sindicatos de Norteamérica se opusieran al Tratado, con el pretexto de proteger el empleo pero, en verdad, temiendo que lesionara las aspiraciones de algunos representantes y senadores cuya reelección depende, en buena parte, de su electorado sindical. En Colombia también hubo oposición aunque, como es natural, con menos audiencia.
Allá era un caso de pragmatismo mal fundamentado; aquí, puro ideologismo obsoleto. Ninguno de los dos puede impedir indefinidamente la ratificación. La fuerza les alcanza para retardarla, jamás para frustrarla.
Por fortuna se encontró la manera de sortear las exigencias que amarraban el TLC a la compensación por la posible pérdida de empleos norteamericanos, a los estímulos para crear nuevos puestos de trabajo, y al aumento en los topes de la deuda pública, cuya demora alarmó al mundo entero y le hizo pasar un buen susto preelectoral a la Casa Blanca.
Es evidente que sí habrá TLC y que su aprobación final llegará en un plazo breve. Cuando se produzca, nuestros críticos de oficio tendrán que inventarse alguna nueva consigna; los amigos de Estados Unidos, que comenzaban a renegar de su amistad, empezarán a dar reversa; los que pregonaban su desencanto y ya casi estaban más furiosos que los enemigos, se comerán sus palabras, y los realmente afectados correrán a recuperar el tiempo y el dinero perdidos.
Resultaría fatal que, por andar quejándose de la tardanza, se descuidara la preparación de nuestra economía para el cambio de normas que implantará en cuestión de semanas un nuevo marco de comercio bilateral. El interrogante no es si el TLC se aprobará o no. Siempre supimos que sí. La pregunta es si el país está alistándose para aprovechar las oportunidades o si prefiere desperdiciar el tiempo y gritar ¡sorpresa! cuando se ratifique un Tratado que deseamos, buscamos, esperamos y creemos francamente benéfico.