El Congreso insepulto
El Congreso de la República quedó congelado y pronto lo sepultarán. Solo falta ver si será enterrado muerto o vivo.
De hecho, sus facultades se trasladan a la mesa de negociaciones de paz, de la cual quedó excluido por completo y a cuyas conclusiones no hay la menor posibilidad de oponerse.
El traspaso de poderes ocurrió al formalizarse el nuevo intento por conseguir lo que genéricamente llamamos “la paz”, es decir, el final de lo que comenzó como una especie de guerra de guerrillas que, por cierto, en el resto del mundo ya fue descartada como camino para alcanzar el poder, mientras aquí continúa una larga cadena de acciones sangrientas, que afectan en su mayor parte a la población civil.
Seguimos padeciendo la violencia integrada en una combinación de todas las formas de lucha, que salió de los manuales subversivos para enquistarse en Colombia. Con un agravante: se contagió de narcotráfico.
Las poblaciones temen que las asalten y la gente que la secuestren. Los colombianos aspiran a que no los extorsionen más. Los niños sueñan con vivir en paz y los viejos con morir en paz. Por eso, cuando asoma una perspectiva de alcanzarla es evidente la predisposición a ofrecer toda clase de concesiones.
Los fracasos se acumulan pero no impiden intentar de nuevo, “sin cometer los errores del pasado”. Lo cual está bien, siempre y cuando no signifique que se cometerán unos distintos.
Preparémonos para los cambios.
Para comenzar, al instalarse la mesa de Cuba el Senado y la Cámara de Representantes pierden de hecho su capacidad decisoria.
Si se exigen normas legales para calmar a quienes todavía consideran oportuno cubrir las apariencias, el Congreso tendrá que aprobar lo que le presenten. ¿O alguien cree que pueda oponerse a lo convenido en la mesa?
Si se necesitan actos administrativos para implementar lo acordado en esas conversaciones, el Gobierno los cumplirá sin vacilar. Si se requieren leyes, el Congreso las tendrá que expedir sin demora. Si es necesario un sustento constitucional, el mismo Congreso se verá forzado a reformar la Carta.
¿Algún congresista podrá negarse a aprobar una reforma electoral para entregar curules a los nuevos colegas guerrilleros, que no tienen votos pero sí armas?
Si se conviene una reforma agraria ¿quién se atreverá siquiera a proponer que le quiten un parágrafo o le agreguen uno nuevo? Igual si es tributaria, financiera, laboral o educativa. La que sea. Nadie osará tocar lo convenido.
¿Algún colombiano cree, sinceramente, que nuestro Congreso podrá apartarse de los acuerdos que se firmen en La Habana? ¿Cambiarles una coma? El poder legislativo y el constituyente se trasladaron. Y el Congreso, minado por una larga campaña de descrédito y agobiado por el peso de juicios y condenas a varios de sus miembros, no encontrará la fuerza, ni el respaldo institucional, ni el apoyo popular para decir nada distinto de un largo siiiiiiiiiii a lo pactado en la mesa omnipotente.
Todo esto si acaso no lo cierran o, para usar un eufemismo, no le revocan el mandato y le trastean sus funciones a una asamblea, convención o mesa nueva. O a la misma.