Me emocionan las gentes que cultivan el sosiego a través de la auténtica palabra, que fraternizan con los lenguajes que salen de adentro, que han desterrados vocabularios indecentes de sus vidas; pues, no hay pobreza mayor, que enfrentarse entre análogos. La realidad por sí misma, nos llama a repensar el período, a trabajar nuestro interior con otro despuntar más humilde, en coherencia con el epígrafe inclusivo, que no tiene otro significado, que el de sentirse familia para reconstruir ese porvenir armónico de la raza humana. Con razón, siempre se ha dicho, que más vale una expresión a tiempo que cien a destiempo.
La vida no es aceptable entre desequilibrios. Nos merecemos esa consideración natural entre el cuerpo y el alma, ese tiento de lucidez para que despertemos y podamos ser una sociedad afanada tanto por el vuelo libre como por la verdad. Hasta ahora hemos dicho de comprometernos por el bien colectivo. Lo hemos repetido hasta la saciedad, pero sin pasar del buen propósito. Nos falla esa determinación firme y perseverante, auténtica, de batallar por lenguajes que nos unan y nos reúnan alrededor de ese brío integrador, que es lo que verdaderamente nos da quietud, y que ha de ser para todos o no es para ninguno. Por desgracia, el endiosamiento tan ejercitado en los últimos tiempos nos ha empedrado nuestro propio habitáculo interior, deshumanizándonos por completo y activando las contiendas.
Muchos ciudadanos se creen que las guerras no les afectan, que las batallas del odio no van en serio, que las tribulaciones cesarán como por arte de magia, que las divisiones y rivalidades entre familias se solventan con visiones de indiferencia, lo que nos exige una revolución espiritual, comenzando por reconstruir nuestros propios lazos, emprendiendo un reencuentro hacia nosotros mismos, para finalizar en una concienciación del verbo, que ha de saber conjugarse en todos los tiempos y para todas las edades, sobre todo en lo que se refiere a la dignidad de la persona y al valor de los derechos humanos.
La paz se alcanza cuando se hace efectivo el justo vocablo en torno a una causa colectiva, en términos indulgentes y de acercamientos entre culturas diversas. Y ahí es, precisamente, cuando se puede alimentar la esperanza y alentar el entusiasmo recuperando la confianza. Por ello, hoy más que nunca, necesitamos favorecer la proximidad, asistirnos más y mejor unos a otros, socorrernos en suma para experimentar ese respeto natural, que todos nos merecemos como el pan de cada día, porque además es la substancial brida de los desenfrenos.
Esa energía profunda, manada y emanada del verso y su representación, necesita ser descubierta, vivida, experimentada, ofrecida en comunidad a través de la entrega generosa; hasta el extremo, de que nada soy sino soy algo para los demás. Quizás tengamos que volver a esos innatos abecedarios del campo para entusiasmarnos, para crecer en sus místicas arboledas y descubrir las vivientes lecciones que nos hermanan. Por eso, hay que estar en vela como ser racional, volver a las raíces existenciales de que es la vida la que dona vida, reencontrarse con los vínculos para mostrar gratitud a la gratuidad recibida y practicar la vecindad de corazón que es lo que imprime sentido a nuestros andares.
Únicamente así, con la convicción de la voz vertida en la exactitud de la semántica, obrando luego en coherencia, podremos tener continuidad en el futuro. El momento nos llama a reducir brechas, a superar contiendas inútiles, a trabajar unidos activando no solo la conciencia de los derechos, también la de los deberes, bajo un horizonte en el que todo nos afecta a todos, lo que nos demanda una sujeción al juicio moral. Desde luego, mientras quienes ocupen puestos de responsabilidad no sean gentes de acción y locuciones razonables, lo que conlleva gestionar el poder como servicio, o si quieren como un poeta en guardia, difícilmente vamos a poder avanzar hacia atmósferas pacíficas. La fuerza de la paz, no lo olvidemos, germina del buen decir y mejor hacer de la obligación, que es lo que nos salva.
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