El 2 de enero de 1492, Boabdil, el desdichado, entrega las llaves de Granada a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Es, entonces, cuando empieza la leyenda: la caída del último bastión del AlAndaluz marca el final de una era de más de ochocientos años de presencia de los musulmanes en la península Ibérica.
Al retirarse de “la tierra prometida de Occidente”, Boabdil suelta sus lágrimas. Se oye enseguida el reproche legendario de Aixa, su madre y protectora: “llorad como como mujeres lo que no supisteis defender como hombres”. Una interpretación benigna sostiene que Boabdil entregó Granada para no verla destruida. Hubo acuerdos previos, solo cuando se oyeran tres cañonazos podían los soberanos de Castilla partir hacia la Alhambra. En todo caso, fue la capitulación de una cultura, de una raza, ante otra cultura y ante otra concepción del mundo. ¡Faltaban pocos meses para que Colon ensanchara los dominios de la cristiandad!
Los pies de barro del más grande imperio contemporáneo no pudieron resistir los ardores de las montañas de Afganistán. No fueron suficientes 20 años para consolidar un sistema democrático y organizar un ejército. Ni siquiera se logró el respaldo ciudadano. El acuerdo de Trump con los talibanes presagiaba la catástrofe. Biden, que anunció la salida de las tropas norteamericanas para este mes de agosto, no comprendió que no se trataba de una derrota, como en Vietnam, sino de una huida, bien representada en el abandono vergonzoso de Kabul por el presidente de Afganistán: Ashraf Ghani.
La guerra de Vietnam, dicen los entendidos, se perdió primero en las páginas del New York Times y en las manifestaciones de la contracultura de los hippies. EEUU tuvo que salir, por donde sea, de Saigón, que no se ha recuperado para la libertad.
La salida de las tropas de la superpotencia del territorio afgano fueron presididas por el fracaso de la inteligencia y de la planificación militares que luego de dos décadas no vieron el avance demoledor del ejercito talibán. “No creíamos que fuera tan rápido”, es la deshonrosa respuesta a semejante pesadilla. Presenciamos, la capitulación de la libertad y de la democracia ante una guerrilla fundamentalista. Cuando los derechos de la mujer se han convertido en símbolo de nuestro tiempo, se capitula ante quienes imponen la burka y niegan el derecho de educarse y de trabajar a las mujeres. “Nos abandonaron. Se nos acabó la esperanza. Temo por la suerte de mis hijas”, dijo a la CNN una periodista afgana. Sus palabras resumen la dimensión de la tragedia.
Las explicaciones del subsecretario de Defensa y de los comandantes militares del Pentágono no hacen sino probar la chambonada de la operación. El mensaje central del Presidente Biden, por más que lo pretendiera soberbio, tuvo el mismo dejo melancólico de una antigua romanza: El llanto de Boabdil sobre Granada.
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“Yo sé lo que dicen de mí y no me preocupa en absoluto”, dijo recientemente el padre Francisco De Roux, presidente de la Comisión de la Verdad. Esa confesión muestra su natural egocéntrico, que le han permitido en sus publicaciones y actuaciones exhibir su propia verdad, siempre desconsiderada con las instituciones democráticas y proclives a los grupos insurgentes. La Comisión de la Verdad se ha convertido en el espacio para que los jefes de las Farc y de los paramilitares cuenten como fueron apenas victimas de sus propias víctimas. Han ido construyendo un relato alternativo que le atrae al padre de Roux. Cuando las Farc confesaron que habían asesinado a Álvaro Gómez, el padre de Roux, contra toda lógica, afirmó que ellos están “entregando la verdad histórica, la verdad ético política”. ¡Habrase visto!
En cambio, aunque lo tenía enfrente, no oía el relato preciso y documentado del expresidente Álvaro Uribe. No le interesaba, ya tiene su propia versión, como lo veremos al concluir la tarea de la Comisión de la Verdad. ¡Por algo, los colombianos califican tan bajo al entramado de la justicia transicional!