Con mayor o menor frecuencia solicitamos un consejo o alguna orientación sobre un asunto en particular a alguien que nos inspira confianza por su criterio y experiencia. Si bien no tenemos la obligación de hacer eso que nos recomiendan, pues también tenemos nuestras propias razones y vivencias, si solicitamos el apoyo es porque o bien no hemos tomado decisiones sobre qué hacer o albergamos dudas sobre lo que es más pertinente. ¡Por supuesto que es válido solicitar esa ayuda, aplicarla o desestimarla! Al fin y al cabo, tenemos libre albedrío y todo el derecho de usarlo como consideremos.
En esas dinámicas, cambiamos de opinión, esperamos, nos reafirmarnos... En el camino de la vida podemos ir y venir cuantas veces queramos. Creo que de lo que se trata la existencia es de tener la mayor cantidad de experiencias posibles que nos permitan evolucionar. Para eso estamos en este experimento, en el cual a veces salen las cosas como queremos y a veces no, en ocasiones subimos y en otras bajamos o nos quedamos dando vueltas en el mismo lugar. Todo ello hace parte del proceso.
El libre albedrío también está presente en nuestra relación con lo trascendente, con Dios, más allá de la forma en que le llamemos. Podemos creer o no en esa Fuente Suprema, tenemos esa libertad. Podemos estar adscritos a alguna religión o alguna iglesia, cómo también podemos tener una espiritualidad sin matrícula: ese es también un derecho. Podemos creer o dejar de creer. Ahí también hay libertad. La consciencia divina no interviene en nada de ello. Con bastante frecuencia, ante una enfermedad, un accidente o una muerte repentina, escucho preguntar: ¿Y dónde estaba Dios que permitió eso? Pues estaba ahí, siempre está, omnipresente y perpetuo. Si Dios interviniera en cada cosa que hacemos o dejamos de hacer el libre albedrío sería solo un cuento bonito y no la realidad que es.
Entonces, cuando pedimos la guía superior, como cuando las abuelas decían “pídale al Espíritu Santo que lo ilumine” o cuando clamamos a los cielos pidiendo alguna luz -ni más ni menos la Luz mayor- podemos tener la certeza que nos van a contestar. ¿Cómo? Siempre hay señales: la luz de un semáforo, un pájaro que pasa, una palabra fortuita de algún desconocido o un mensaje claro, contundente, sobre el cual no quepan interpretaciones de ningún tipo.
Pero para reconocer las señales necesitamos estar conectados, porque de lo contrario corremos el riesgo de distorsionar el mensaje con el ruido de nuestro ego. Podemos, por supuesto, no poner atención a las señales ni a los mensajes. Si pedimos guía de arriba, mejor hagamos caso.