Los habitantes de la calle son un antiguo fenómeno que se presenta en todas las grandes urbes, incluyendo ciudades como San Francisco, París y Bogotá. Se dice que en la actualidad, sólo en Bogotá, esta población llega a las 14.000 almas, que conforman un grupo de población vulnerable, que comparte una cultura y un estilo de vivir muy particular; que son mirados por el resto de la población con desprecio, con temor y como si se tratara de una población disfuncional y marginal, desconociendo las causas y motivos que los llevan a vivir de ese modo. Nadie los quiere en su barrio, ni en el comercio, ni es sus parques. Ellos responden produciendo miedo a los demás y manipulando la solidaridad a su gusto, lo mismo que las normas y las leyes. La intimidación es su instrumento para lograr lo que requieran. Reviven el espíritu nómada ancestral del ser humano y se mantienen en continuo desplazamiento de un lado a otro de la ciudad. El crecimiento desmesurado de los centros urbanos, la frustración de las oportunidades laborales, el consumo de sustancias sicoactivas, pobreza extrema, violencia intrafamiliar, abandono, desintegración del núcleo familiar, abuso sexual, migración del campo a la ciudad y desplazamiento, avivan constantemente el problema.
Se dice que en Bogotá, hay antecedentes que se remontan al siglo XVI, cuando la corona autorizó crear un albergue para expósitos y recogidos, que luego se trasladó a la plaza de San Victorino, después de muchos años de haber pedido al rey tomar cartas en el asunto (Investigación Cámara de Comercio de 2009).
Recientemente, con ocasión de las acciones tomadas para desocupar la zona del Bronx, como se conoce en el centro de Bogotá el lugar donde más población de habitantes de calle se concentra, se reavivó la trashumancia por toda la ciudad, lo mismo sucedió en Medellín, con la margen del río y regresaron a inmediaciones de la Plaza Minorista.
Es necesario cambiar esa errónea imagen que se ha creado alrededor de estas personas; la sociedad debe sensibilizarse y el Estado trazar políticas públicas que fomenten la inclusión de estos seres humanos que habitan en las calles.
La Corte Constitucional, por sentencia T043 de 2015, se ocupó del asunto, recordando que: En nuestro país cada persona es “libre” de desarrollar su personalidad acorde con su plan de vida. Es a cada individuo a quien corresponde señalar los caminos por los cuales pretende llevar su existencia, sin afectar los derechos de los demás. “Es únicamente a través de esta manera donde efectivamente se es digno consigo mismo”. De este modo, la “mendicidad” ejercida por una persona de manera autónoma y personal, sin incurrir en la intervención de un agente intermediario a través de la trata de personas, no es un delito ni una contravención. De hecho, cualquier tipo de reproche jurídico, sea en forma de sanciones o intervenciones terapéuticas forzadas, resulta inadmisible en tanto cosifica al habitante de la calle en aras de un supuesto modelo ideal del ciudadano virtuoso o a manera de una acción preventiva en contra de un potencial criminal.
Sin embargo, del respeto por esa libertad que sin duda hay que garantizarles; el problema hay que afrontarlo; la sociedad entera debe dar respuesta a una problemática de inclusión social que requieren estas personas y el Estado responder con las políticas públicas adecuadas para buscar el bienestar de estas personas.