El 9 de diciembre de 1990 acudimos los colombianos a las urnas con el objeto de resolver, en ejercicio de la soberanía popular, si se convocaba una asamblea constituyente para expedir una nueva Constitución, así como para elegir los setenta delegatarios que habrían de integrarla.
La propuesta inicial no apuntaba a la derogación sino a la reforma de la centenaria Carta de 1886, en medio de una grave crisis generada por la violencia y el terrorismo. Se buscaba aprobar una enmienda constitucional, por un procedimiento diferente al del acto legislativo del Congreso, única que autorizaba la normatividad vigente según Acto Legislativo 3 de 1910 y Plebiscito de 1957.
El entonces presidente de la República Virgilio Barco había insistido en la reforma, pero sus intentos habían sido en vano. El plebiscito no llegó a ser convocado por falta de apoyo político y porque, a pesar de una reciente sentencia de la Corte Suprema, se pensaba que ese mecanismo estaba excluido como válido para enmendar la Constitución. El Acuerdo de la Casa de Nariño, firmado con el expresidente Misael Pastrana -que contemplaba un referendo-, fue suspendido por el Consejo de Estado, en cuyo criterio se proyectaba un procedimiento inconstitucional. El proyecto de Acto Legislativo, tramitado en el Congreso en 1988, se hundió a última hora por causa de un “mico” introducido en el texto contra la extradición.
Tras el asesinato de cuatro candidatos presidenciales, el último de ellos Luis Carlos Galán Sarmiento, los estudiantes universitarios, seguidos por muchos ciudadanos contra la insoportable violencia que reinaba en el país, marcharon en silencio en distintas ciudades, conformaron el movimiento “Todavía podemos salvar a Colombia” y propusieron la Séptima Papeleta para consultar en las urnas, durante las elecciones del 11 de marzo de 1990, sobre las posibilidades de una asamblea constitucional.
La votación con la séptima papeleta no fue contabilizada oficialmente, pues el Registrador Nacional del Estado Civil alegó la inexistencia de una norma legal que lo autorizara para el efecto, además de dificultades logísticas. Por tanto, los casi dos millones de votos informales obtenidos merced a la diligente actividad estudiantil no tuvieron un efecto jurídico, aunque sí político, ya que el Presidente Barco, mediante Decreto Legislativo 927 de 1990 (de Estado de Sitio) -declarado exequible por la Corte Suprema-, facultó a la organización electoral para adoptar todas las medidas conducentes a la posibilidad de integrar una Asamblea Constitucional.
Posesionado el nuevo presidente, César Gaviria Trujillo, expidió, previo acuerdo con los partidos políticos, un segundo decreto de Estado de Sitio -el 1926 de 1990-, que fijó los elementos necesarios para la conformación de la Asamblea, el número de constituyentes y su período y daba lugar a una corta campaña de los aspirantes a delegatarios, con miras a la elección popular. El Decreto fue declarado constitucional por la Corte Suprema de Justicia, con la salvedad del temario y del control jurídico sobre los actos de la Asamblea, que a la misma Corte confiaba la norma. Así, pues, sesionaría -como en efecto ocurrió- una Asamblea Constituyente, con pleno poder para expedir una nueva Carta Política, derogando la de 1886 y sus reformas.