¿Cuáles serían los principales componentes de la política de drogas de su gobierno? fue la pregunta central que se hizo a los precandidatos en el conversatorio convocado por la Universidad de Los Andes la semana pasada. La oportuna interrogación refleja que la coca, en todos sus eslabones, sigue siendo el principal desafío que enfrentamos como Nación.
La Universidad les envió previamente las preguntas a los participantes. A todos se les notó el afán de acertar en la respuesta. También tomaron el fácil camino de lanzar frases efectistas para impresionar al auditorio: legalización, más territorio que escritorio, agrarismo del siglo pasado, el cómo no el qué, presencia integral del Estado, el prohibicionismo fracasó, etc. etc.
Las exposiciones estaban cargadas de responsabilidad y patriotismo. Hay conciencia suficiente de la magnitud del reto y no se ocultó el peligro que ese delito súper desarrollado significa para el futuro de nuestra democracia.
La guerra contra la coca ha marcado la agenda de todos los gobiernos colombianos en el siglo XXI, con poca o ninguna fortuna, y sintiendo siempre la mano del imperio norteamericano que refiere esa lucha a su Seguridad Nacional.
Hace ya algunos años, Francisco Thoumi decía que la industria maldita de la droga se instala en países en los que “el gobierno no controla el territorio, con grupos étnicos diversos que no tienen lealtad al gobierno central o a la nación, países con sistemas judiciales débiles con jueces comprables, etc.”. Ahora, cabe agregar: en países con fronteras sin control y gobiernos vecinos que facilitan la salida de la droga.
Ese combate crucial puede definir nuestro destino. Ningún otro tema tiene más importancia. Por lo tanto, no se puede seguir dando el debate desde esquinas ideológicas ni desde revanchismos partidistas. Tampoco desde triunfalismos pasajeros. El periodo presidencial de cuatro años es impotente ante la magnitud del problema.
La Universidad de los Andes, sus estudios académicos, con una participación ampliada, puede ser el escenario apropiado para la construcción consensuada de una Política Nacional de Drogas. Los candidatos a la presidencia, los expertos, la academia, todos y más deben ser invitados a empezar esa tarea como el principal empeño de Colombia.
Una mirada objetiva a la situación nos muestra una realidad aterradora: el campesino en las zonas cocaleras es obligado a sembrar la mata, a rechazar a la policía y al ejército, a protestar violentamente contra el gobierno de turno. La autoridad que reconocen es la de los grupos subversivos que, aliados con los carteles de la droga, constituyen estructuras criminales con grandes recursos tecnológicos y bien armadas. El obediente asegura su ingreso. Al que desobedezca lo matan. ¡Miren las cifras de los erradicadores asesinados! En esas zonas el Estado no existe ni le es fácil llegar. Se exige con frecuencia la presencia integral del Estado. ¡Vaya y Hágalo!
La cultura mafiosa ha penetrado tanto en nuestras sociedades que los estudiosos advierten de una disyuntiva tan perversa como imperante: combatir el narcotráfico vs derechos civiles y colectivos. Los sistemas de seguridad están superados por la sofisticación de los criminales y, por eso mismo, las políticas de desarrollo no se aplican con eficacia. Se hace necesario repensar la democracia, repensar el Estado. Ahora que corren vientos propicios en la economía urge que sus beneficios sean recibidos y percibidos por los pobres y los marginados. La democracia del siglo XXI requiere un Estado Nuevo, ágil, pronto a resolver en las regiones los problemas de las regiones y con gente de las regiones. Un Estado nuevo y fuerte, con gran entereza moral, capaz de responder a los retos de nuestro tiempo.