La oficina en la cual atiende un sacerdote, generalmente situada a una simple puerta de la calle, es una buena ventana para percibir la realidad en sus rasgos luminosos y también en los más opacos. Muchos cruzan esa puerta para hablar de la vida. En estos días me ha impresionado vivamente el que varias personas han pasado el umbral de mi despacho para contarme que tienen hambre, que no han desayunado ni almorzado, pues no tienen medios para hacerlo. Por lo general son personas que recorren enormes distancias a pie porque no tienen cómo comprar un pasaje de bus. Tocan puertas y más puertas, les prometen mil cosas, les dan certificados de su indigente condición y la ciudad se los devora en la indiferencia, la hostilidad y la inseguridad.
La tentación del analista es buscar culpables, pero eso es temerario e inútil. Tal vez sea más conveniente poner el tema sobre la mesa para que nadie se quede indiferente ante algo tan escabroso e inhumano. El hambre persigue a los más pobres, a los que se quedan sin empleo, a los desplazados, a los que son extorsionados, a los que se quebraron, a los que se ganan sueldos mínimos o similares y a otros muchos. Los que no sufrimos de hambre tenemos a la vista dos tareas: que la gente que depende económicamente de nosotros, por ejemplo laboralmente, no esté careciendo de alimentos por el pobre sueldo que le podamos estar pagando; segunda tarea: tener los ojos y los oídos bien abiertos para darnos cuenta de cuándo alguien manifiesta que vive sin tener con qué comer para ejercer inmediatamente la solidaridad, sin tanta preguntadera, y más bien sí con cristiana prontitud.
Hay que tener cuidado con las estadísticas que se publican y que hablan de las cosas buenas, pero minimizan la tragedia de los que no caben en dichas construcciones matemáticas. Las estadísticas de lo bueno actúan a veces como sedantes para desentendernos de lo que está mal. Y conviene no cerrar tan rápido las instituciones o programas que están pensados para dar de comer a las personas. Puede ser que algunos se aprovechen sin tener necesidad, pero la mayoría de los usuarios está allí porque no tiene cómo conseguir sus propios alimentos. Para tener una idea clara del problema del hambre en la capital: el Banco de Alimentos de la Arquidiócesis de Bogotá distribuye diariamente y a título de donación, alimentos para unas cien mil personas que de otra manera no tendrían manera de comer. Estos son los problemas que tenemos que resolver en Colombia: no son la titularidad de James, la etapa de Nairo, las liposucciones, etc. Hay que tomar la vida en serio.