Es lamentable que instrumentos brindados por los avances de la tecnología -como es el caso de las redes sociales- no estén siendo aprovechados con un sentido positivo, para el beneficio general y para el mejor ejercicio de derechos esenciales como las libertades de expresión y opinión, el acceso a la información, la comunicación entre las personas, el sano debate político, jurídico o económico, sino como virtuales cuadriláteros en que se lucha sin lealtad ni valor, sin argumentos, sin dignidad, sin el mínimo respeto, sino mediante la injuria, la calumnia, el insulto, la falsa noticia y la amenaza, entre otras armas.
Las redes, en donde deberían circular de manera libre las ideas, los diversos enfoques y los conceptos -sin importar si son similares, complementarios, diferentes o contrarios-, se han ido degenerando por causa de su equivocado uso; por la bajeza que caracteriza algunas supuestas opiniones; por extendida inseguridad sobre la autenticidad de los datos que circulan; por los estrafalarios nombres falsos que ocultan la verdadera identidad de quien participa; por la presencia de grupos -que han dado en denominar “bodegas”- contratados, organizados y pagados con el sólo objeto de sembrar odio, cizaña, desprestigio en contra de personas con cuyo pensamiento no se coincide.
Por paradoja, las redes sociales ya no sirven para hacer uso de la libertad -como tendría que ser-, sino para cercenar la libertad. Para coartar el derecho de personas que, con el fin de eludir ataques, insultos y amenazas, se ven precisadas a la auto censura o al silencio y evitan escribir o decir lo que piensan. Se sacrifica la libertad.
Todo eso, como ya lo habíamos expresado, es cierto. Y no son pocos los que -con razón- se han alejado de las redes.
Pero un mal no se contrarresta con otro mal. El Estado no debe atender las propuestas de quienes consideran que funcionarios u organismos públicos deberían gozar de facultades para ordenar intervención oficial en redes y correos.
Entendemos que hay un proyecto de ley en ese sentido. Y la semana pasada, en las mismas redes, circuló un proyecto de decreto legislativo en que -sin ninguna relación con Covid-19, ni con la situación económica generada por la pandemia- se autorizaba a la Fiscalía General para solicitar a los jueces de control de garantías la suspensión inmediata y urgente de las direcciones IP, URL, cuentas de correos electrónicos o perfiles de redes sociales, o cualquier otro mecanismo de mensajería instantánea vinculada a delitos contra la integridad moral o la seguridad pública que pudiesen haber sido cometidos mediante el uso de las tecnologías.
Ni más ni menos, la censura, que está absolutamente prohibida en el artículo 20 de la Constitución Política y en los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos. Al parecer, el presidente Iván Duque -con toda razón- se negó a firmar semejante esperpento, que coincidió en el tiempo con una idea lanzada de modo irresponsable por el presidente Trump en sentido de “cerrar Twitter”.
Desde luego, hoy están vigentes los mecanismos procesales contra la calumnia y la injuria, y se han venido usando cada vez con mayor frecuencia, pero sin violar la Constitución, como algunos proponen.