El mundo tiene que reeducarse, lo que conlleva una regeneración de modos y maneras de vivir. Las culturas han de abrirse a originales cultivos, las civilizaciones a nuevas convivencias, con el lenguaje de la comprensión y compasión como tarea a asimilar, como principio y norma de vida. Ciertamente, hemos progresado en muchas cosas, todavía nos falta propiciar un entendimiento, quizás tengamos que cambiar de mentalidad, volvernos más sensibles, más auténticos, más interiores que exteriores, más humanos en definitiva. Para ello, nos hace falta activar con urgencia una educación más trascendente, más de actitudes para con los demás y conmigo mismo, más de abrir la puerta a los valores humanos desde la entrega generosa. En efecto, hemos de actuar más con el espíritu. No cerremos horizontes. Tampoco nos encerremos en nuestras ideas, escuchemos otras, compartamos experiencias, proyectos y vivencias. La heterogeneidad de la especie humana, sin duda, nos ha de motivar a confluir en la búsqueda permanente, pues el enriquecimiento será mutuo, en la medida en que nos dignifiquemos unos a otros.
Con frecuencia, nos han reeducado para la competitividad, para el encontronazo de unos hacia otros, como si la vida necesitase de una lucha salvaje entre moradores de un mismo linaje. Maldita deshumanización. Esta frialdad de entrañas nos avergüenza como seres pensantes. No es cuestión de volvernos selectivos, y menos máquinas productivas que cuando no sirven se les abandona, de discriminar y dividir. Por eso, hoy en día tenemos que empezar de nuevo, a reponer voluntades, a sentirnos libres de ideologías, a distanciarnos menos y a convivir mejor. Los resultados son verdaderamente desastrosos. Podemos tenerlo todo y no tener nada. Muchas personas han dejado de tener familia, malviven en la dictadura del endiosamiento, y se atiborran de cosas que tampoco les colman ni les calman, porque no sienten, ni padecen, al faltarles ese soplo humano que acciona el entusiasmo y el cariño. Todas las escuelas del mundo tienen que volver a empezar a enseñar a amarnos desinteresadamente, a servirnos raciones de luz que nos retornen a la verdadera vida, que no es otra que la que se vive en relación con las conciencias.
Nos hemos destrozado; y, lo peor, es que andamos desorientados. Necesitamos tomar nuevos rumbos, restablecer pactos en los que la donación tome vínculo de acción. Los caminos pueden ser diversos, pero hay que impulsar el lenguaje del corazón por encima del idioma de la cabeza. No es más feliz el que más sabe, sino el que menos necesita y más sirve. Los planes educativas, sálvese el país que pueda, más que enseñar a pensar, adoctrinan a competir, y en lugar de ayudar a sentirse uno bien, no le dejan ni respirar. Quizás tengamos que pararnos para recuperar el nervio y poder decir ¡basta!. La educación no ha de ser para unos pocos privilegiados, necesitamos sentirnos humanos todos, pues somos hijos del amor, no del mercado, ni de las finanzas. Tantas veces olvidamos que los seres humanos valemos todos igual, es cierto que cada cual ha de cumplir una misión, pero la posibilidad de recibir el sustento en valor humano no puede excluir a nadie. Ahora que la Declaración Universal de los Derechos Humanos es el documento más traducido en el planeta, alcanzando ya las quinientas traducciones en diferentes lenguas, debiéramos tomar cognición, templando el pecho, de lo mucho que representa este compromiso como fundamento de nuestro futuro común.
La mejor carrera que hemos de darnos como especie, es el retorno a la familia, a la comunión de familias humanas; y, las escuelas, en este sentido, han de propiciar con sus enseñanzas un futuro más armónico. El porvenir está en esos maestros y en los niños que acuden. De ahí la importancia de avivar una docencia que nos enseñe a convivir libremente, donde no haya distinción de clases, y si algo hemos de predicar que sea con el ejemplo. corcoba@telefonica.net
*Escritor