El paso a la segunda vuelta de Rodolfo Hernández es un fenómeno electoral que surge de varios factores correlacionados, entre los que cabe destacar uno subyacente no solo al caso Hernández. Se trata del auge de la cultura emocional de nuestro tiempo: para atraer votantes, no bastan los datos, la opinión de expertos, los argumentos, la experiencia histórica. Todo eso es inútil si no se enmarca en un discurso que apele a las emociones del electorado.
Lo cierto es que el gran problema político-electoral hoy es cómo comunicar y sintonizarse con un público más emocional que racional. Podría decirse que es un nuevo estadio del relativismo: si no hay verdades consistentes, si no hay una naturaleza humana que nos proporcione una especie de manual de instrucciones, también la percepción de hechos y datos está sometida solo a nuestra subjetividad.
Así las cosas, desentrañemos algunos de los detonantes de las emociones a favor de la opción Hernández. Muchos votos por el ingeniero expresan una voz de protesta genuina, marcada por las tradiciones e identidades regionales. Protesta ante todo contra muchos de los políticos profesionales que pasan buena parte de su tiempo en Bogotá haciendo gala de sus triquiñuelas corruptas, que además no pueden disimular su dejadez respecto a las principales afugias de la gente: desempleo, pobreza, inequidad, inseguridad etc.., salvo en períodos electorales. También es una protesta contra el estilo del discurso de dichos políticos: el “políticamente correcto”, el mismo que es percibido como hipócrita, mientras que la ramplonería de Hernández es emocionalmente acogida por muchos, no como agresividad y grosería sino como franqueza y autenticidad.
La alta votación de Gustavo Petro igualmente está motivada en gran parte por una protesta emocional por razones similares a las de Hernández, pero con una buena cantidad de ingredientes de emotividad positiva, a veces excesiva, oscurecida por el miedo fomentado por algunos rasgos de su carácter y especialmente por sus opositores desde tiempo atrás.
Ahora bien, el principal problema para el país es que, si Hernández fuera elegido presidente, desde el día de su posesión tendríamos una crisis de gobernabilidad por serios vacíos en su autoridad moral. Es que el “adalid en la lucha contra la corrupción”, ya fue llamado a juicio por el delito de interés indebido en la celebración de contratos en el juzgado 10º penal del circuito de Bucaramanga. Y esto implica que si no es declarado inocente antes de su posesión- poco probable a juzgar por las pruebas en su contra que mencionó Daniel Coronell en la W- lo actuado en el caso “Vitalogic” pasaría a la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes donde sería imposible que el antejuicio político no termine en un debate público que produzca una mayúscula crisis de gobernabilidad.
Es decir, desde el comienzo de un hipotético gobierno de Hernández tendríamos una crisis similar a la del proceso Ocho Mil, con la diferencia de que cuando se posesionó Samper no había sido acusado en ninguna instancia jurídica. La tradicional estabilidad política colombiana se vendría al piso.