Horacio Gómez Aristizábal | El Nuevo Siglo
Sábado, 29 de Agosto de 2015

“Hay que dar espontáneamente, con desprendimiento”

DOS VIRTUDES FUNDAMENTALES

Tolerancia y generosidad

 

HAY  algo más importante que vengarse, olvidar las injurias; algo más meritorio que ser fuerte, ser tolerante; algo más noble que ser grande, ser humilde. Pero en la realidad de la vida lo que impera es una lucha feroz de todos contra todos, en que triunfan los
más aptos, los poderosos, los que cuentan con mejores recursos. En
lo económico el pez grande devora al pequeño.

 

La falta de tolerancia, -afirma Miguel Jiménez López-, ‘hace seres fanáticos, cerrados, conflictivos. Esto explica tanta guerra y trage­dia. Cuando no hay tolerancia las fricciones se hacen insoportables, la comunicación cesa, el silencio entra en las relaciones, la amistad se de­tiene, el amor enferma y la soberbia y la venganza cubren el corazón’. La actitud hostil y prevenida crea un clima propicio para la agresividad y la violencia.

En el ambiente moderno -como en la infancia del mundo- el opu­lento aplasta al desprotegido. La estructura misma de la democracia al colocar a todos en un mismo te­rreno, partiendo de la falsa idea de igualdad de aptitudes, condiciones y elementos cerebrales, termina por consagrar aberrantes des­igualdades e injusticias. El fuerte, el mejor dotado, invariablemente se ubica en un plano de ventaja y dominio. ¿Cuándo el victorioso ha tenido consideración con el derro­tado? Si el vencedor puede disponer de la vida del adversario sometido, quien puede lo más, puede lo me­nos. Esta circunstancia fomentó la esclavitud. Y hoy mismo, el indefenso se arrodilla ante quien monopoliza el dinero, la fuerza o la influencia.

Ninguna organización ha supe­rado al cristianismo en su lucha inexorable contra la inequidad. El cristianismo ha sido la voz de los que no tienen voz. Su grito no ha sido para alabar al dominador que se viste de hierro, ni al influ­yente lleno de riquezas, sino para exaltar a los pobres de espíritu, a los mansos de corazón, a los que padecen persecución por la jus­ticia, a la prole innumerable de los humildes a quienes les ofrece apoyo y esperanza, fe y energía. Nunca se había escuchado una voz más revolucionaria. Pasarán siglos en alcanzar la realización plena de los ideales cristianos. Pero dada su fortaleza y bondad se convencerá el hombre de que es la única solución para una convivencia constructiva y próspera, alegre y fraternal.

 

No siempre hay que dar única­mente pan, o ropa vieja y deteriora­da. Hay que dar amor, solidaridad, afecto, derechos, prerrogativas. No hay que esperar que la ley o la fuerza nos obliguen a ser generosos. Hay que dar espontáneamente, con desprendimiento de corazón, como administradores de tesoros ajenos y dar sobre todo, ahora y siempre. La justicia es pan del alma, es la redistribución de lo que a cada uno le pertenece. Un hombre esquelético, de semblante humilde pero convenci­do, vestido con una túnica religiosa, conmovió a la humanidad con esta admirable sentencia: “La sociedad está perdida porque practica una religión sin sacrificios, un comercio sin moral, una política sin principios y una ciencia sin conciencia”.