Horacio Gómez Aristizábal | El Nuevo Siglo
Sábado, 28 de Mayo de 2016
Los abogados y los jueces
 
“El defensor no es un razonador imparcial. Y es esto lo que escandaliza a la gente. A pesar del escándalo, el defensor no es imparcial, porque no debe serlo. Y porque no es imparcial el defensor, tampoco puede ser, ni debe ser imparcial el adversario. La parcialidad de ellos es el precio que se debe pagar para obtener la imparcialidad del juez, que es, pues, el milagro del hombre, en cuanto, consiguiendo no ser parte, se supera a sí mismo”. Frecuentemente se oye decir que el abogado es un auxiliar de la justicia, lo que no es rigurosamente exacto. Si los defensores siguieran este camino, se convertirían en unos colaboradores de los fiscales, desnaturalizando el derecho de defensa. El defensor deliberadamente ayuda al tribunal a investigar tan sólo las circunstancias que concurren en favor de su cliente, o a evitar errores que redunden en su perjuicio. Como resulta apenas lógico, el defensor está moralmente impedido para revelar pruebas, violando el secreto profesional, que podrían ser vitales para la justicia, si éstos se agravaran la posición de su patrocinado. 
 
El defensor en puridad de verdad, más que un apéndice de los tribunales, es un apéndice del acusado, su prolongación práctica y humana. Por eso siempre lo ampara, le ayuda a hacer efectivo su derecho. El defensor defiende, dice Zaitsev y Poltorak, “aunque esto parezca tautología en apariencia y si se quiere, hasta una redundancia, pero ello constituye la esencia de la cuestión y hay que determinarlo así, sin rodeos, pues de ahí emanan consecuencias prácticas, bastante substanciales. El defensor participa en el proceso, teniendo como exclusivo punto de mira, los intereses del acusado, aduce únicamente los argumentos que favorezcan al mismo, sólo presenta las pruebas que sirvan para absolver al acusado o atenuar su culpa. Y no tiene derecho a hacer nada que pueda empeorar la situación de su defendido o agravar su responsabilidad”. 
 
Se denomina parte, a los sujetos de un contrato: al vendedor y al comprador, al arrendador y al arrendatario, y a los sujetos de una Litis: el acreedor que quiere hacerse pagar, y el deudor que no quiere pagar; el propietario que exige la casa y el inquilino que insiste en seguir habitándola. Por esto las partes en un pleito asumen situaciones distintas entre sí, no pudiendo predicar de ellas que son afines a la justicia. La mayor insensatez consiste, en calificar al defensor, como un colaborador imparcial de la justicia. El abogado es una especie de testimonio de parte. Sus actos y críticas renuncian a ser agnósticos. Sus conclusiones, son el producto de una preocupación mutilada e incompleta. Sólo el juez puede ser imparcial. Por eso se le coloca en lo alto. La parte y contraparte, constituyen premisas, sobre las cuales el juez edifica su veredicto. 
 
La experiencia prueba que las partes jamás son consideradas como colaboradoras auténticas de la justicia. Dígalo si no, el recelo y las reservas con que el juez mira a los apoderados. Y es que realmente el abogado puede en un momento dado cooperar con el magistrado. Pero por ser una parte y no un “todo”, puede constituir un peligro para el juez. El derecho de defensa es ilimitado en términos morales. Los hechos ofrecen mil interpretaciones distintas. Carnelutti afirma que el defensor puede ayudar preciosamente al juez, pero por ser parcial, puede resultar sospechoso. Para Calamadrei, el “abogado” que pretendiese ejercer su ministerio con imparcialidad, no solo constituiría una embarazosa repetición del juez, sino que sería el peor enemigo de éste; porque o llenando su cometido, que es el de oponer a la parcialidad del contradictor, la reacción equilibradora de una parcialidad en sentido inverso, favorecería, creyendo ayudar a la justicia, el triunfo de la injusticia. Imparcial debe ser el juez, que es uno, por encima de los contendientes; pero los abogados están hechos para ser parciales.