En la presentación del informe final, el presidente de la Comisión de la Verdad advirtió que “contiene verdades incómodas, que desafían nuestra dignidad”. En efecto, con solo algunas cifras podemos tratar de aprehender la magnitud de la tragedia: entre 1958 y 2016 fueron desaparecidas 110.000 personas, hubo 700.000 muertos generados por el conflicto y de estos el 75% fueron de jóvenes campesinos y civiles, mientras que solo el 1.5% murieron combatiendo. Aún más, “si hiciéramos un minuto de silencio por cada una de las víctimas del conflicto armado, el país tendría que estar en silencio durante diecisiete años”.
Ahora bien, la Comisión no realizó su esfuerzo para reconciliar el país, sino para decir lo que pasó de la manera más honesta e imparcial posible, para, con base en informes institucionales y hechos corroborados en entrevistas, entregarnos, unas verdades con altas cotas de completitud. Todo lo cual constituye un aporte fundamental para que avancemos decididamente en el camino de la reconciliación nacional.
Solo desde esta perspectiva esperanzadora podremos asimilar mayoritariamente el informe por muy crudo y doloroso que sea. De ahí las palabras del exmagistrado Iván Velásquez: “el informe de la Comisión de la Verdad no es simplemente un relato. Es un documento para la reflexión y la acción transformadora”.
Es que, mirando principalmente a las víctimas, no se trata de un inventario de crímenes cometidos por tal o cual institución o grupo político violento, sino de un compendio de testimonios, reclamos, lamentos, recomendaciones, omisiones, denuncias y preguntas de miles de colombianos que han padecido los horrores de un conflicto violento de más de medio siglo. Horrores estos que ocurrieron en el marco de una guerra interna reconocida oficial y legalmente solo en vísperas de iniciar las negociaciones de La Habana.
Es más, en la intervención del padre De Roux se plantearon varias preguntas que deberíamos responder a conciencia, no para evadir las responsabilidades personales -por acción, omisión o indiferencia-, sino para confrontarnos y ver cómo fue la actitud de las autoridades, las instituciones estatales, las entidades privadas y la sociedad en general mientras se producía el desangre. En fin, este informe nos pone a prueba a todos individual e institucionalmente y como sociedad, pues como afirma De Roux, “hay un futuro para construir juntos en medio de nuestras legítimas diferencias”.
Lo cierto es que más allá de su valor terapéutico para las personas y las comunidades más afectadas, su importancia está también asociada con la sanación del tejido social, la democratización, la recuperación de la legitimidad de las instituciones del Estado y la construcción de una mejor cultura de respeto de la dignidad humana.
Y en lo atinente al Ejército y la Policía hay que decir que, si bien se reconoce que hubo actos heroicos en cumplimiento del deber, también se señala que hubo degradación ética y moral de una considerable cantidad de sus integrantes en distintos niveles, al mismo tiempo en que los poderes políticos, económicos, sociales e ilegales, soslayaron su concurso para evitar la injusta e innecesaria prolongación del conflicto.