A pocas horas ya de la extinción del santismo, resulta oportuno construir un catálogo de lo que recibe el nuevo gobierno.
Este inventario, a modo de ayuda de memoria, será útil para no confundir el desastre acumulado con los esfuerzos para corregir el rumbo, cuyos resultados, como es obvio, serán rápidos pero no inmediatos.
Y, por supuesto, también es oportuno porque servirá para explicar por qué la izquierda marxista leninista alcanzó la votación que alcanzó en las presidenciales pasadas, combinando su condición de heredera natural de los acuerdos negociados en La Habana (o sea, heredera del propio santismo) y promotora del chavismo refundador del Estado.
Primero, el santismo entrega un país absolutamente descuadernado, inseguro y violento.
Agotado de repetir que había logrado el “fin del conflicto”, el presidente saliente apeló, al final y desesperadamente, a la noción de “proteger la paz naciente”, típico pero infructuoso ejercicio de manipulación discursiva basado en el ilusionismo del mito y la utopía.
Segundo, el caos que entrega tiene su origen en una negociación fallida y tramposa basada en privilegios e inauditas concesiones al terrorismo y al crimen organizado.
Al amparo del pragmatismo pokeriano, según el cual todo es negociable, el santismo no tuvo reparo ni rubor alguno en enaltecer a las Farc como interlocutor autorizado del Estado y empoderó políticamente a la organización violenta mediante dosis tóxicas de impunidad y elasticidad en materia de entrega de armas, bienes y rutas del narcotráfico.
Tercero, el santismo entrega un país inundado de drogas y anegado en cultivos de coca.
Precisamente, para complacer a las Farc-Eln y garantizarse a toda costa un acuerdo (incluido el “sometimiento” de los grupos armados organizados como el Clan del Golfo), el presidente saliente facilitó la proliferación de cultivos, reforzó la alianza de los grupos marxistas con las dictaduras gansteriles del vecindario y les aseguró a los subversivos unos recursos económicos inconmensurables cuyo destino no puede ser otro que el socavamiento de la democracia occidental.
Cuarto, el santismo fracturó dolorosamente la unidad de los demócratas, rompió la cohesión social y favoreció compulsivamente a los violentos mientras que a la oposición respetuosa del orden constitucional la calificó de manera sistemática como “enemiga de la paz”.
Y quinto, el presidente saliente alteró por completo las relaciones exteriores deteriorando sensiblemente la posición de potencia regional que Colombia había alcanzado en el 2010.
Por fortuna, el gobierno Trump y la Alianza Atlántica entendieron el fenómeno y lo ignoraron durante los últimos meses para que su salida del poder fuese lo menos traumática posible, facilitándole con ello al nuevo gobierno colombiano la tarea de restablecer el orden, castigar a los transgresores y liderar la restauración de la democracia en las Américas.