Como siameses que son, las Farc-Eln han buscado atraer y vincular al nuevo Presidente para que les dé continuidad a los procesos de La Habana con que les complació el gobierno saliente.
So pretexto de que se trata de una política de Estado, tratan de que Iván Duque olvide, de la noche a la mañana, la razón misma por la que resultó elegido.
Y aduciendo que no sería racional tirar por la borda unos protocolos o un cese el fuego, pretenden que él paralice a las tropas desde el primer día tan solo con el fin de seguir sembrando el terror al amparo de que en Colombia ya no se libran combates frente a frente.
En otras palabras, esgrimiendo la falacia de “continuar buscándole la salida política al conflicto”, las Farc-Eln quisieran gozar indefinidamente del paraguas estratégico en que convirtieron al estatus político otorgado por el gobierno Santos; gobierno que, al hacerlo, lo hizo a sabiendas de las implicaciones que tendría.
Estatus político del que, en todo caso, se han valido las dos agrupaciones violentas para engatusar a la Onu y buscar que los funcionarios de esa Organización dicten, tarde o temprano, la política interna del llamado posconflicto, con las funestas consecuencias que se conocen hoy día, por ejemplo, en Guatemala.
De hecho, y sin rubor alguno, el Eln sostiene que un nuevo cese el fuego tendría el impecable cumplimiento que los anteriores han tenido, solo que ahora habrá “acuerdos humanitarios” para que el Estado neutralice el asesinato de líderes sociales; asesinato que, con todo desparpajo, le atribuirán al nuevo gobierno, aunque apenas se esté posesionando.
En fin, los siameses usarán todo tipo de artimañas para que Duque caiga en la trampa, empezando por el consabido canto de sirena basado en que se tome, por lo menos, la molestia de evaluar, en primera persona, lo que se ha recorrido con Santos y la Onu, y lo que haría falta recorrer hacia el futuro.
Olvidan, por supuesto, que frente a toda esta retórica en la que se oculta la violencia de intensidad dosificada, el gobierno entrante tiene ideas suficientemente claras, diseñadas, para ser precisos, desde agosto del año 2002.
Eso significa, entre otras cosas, no aceptar el uso del terror escudado en el diálogo; no tolerar ningún tipo de conducta criminal amparada en la firma de acuerdos o preacuerdos; y no aceptar que se siga violando la dignidad de las víctimas en materia de reparación y no repetición.
Pero también significa que se honren los compromisos internacionales en lo concerniente a extradición, a la lucha implacable contra el narcotráfico, y que no se admita tolerancia alguna frente a los cultivadores o cualquier nexo exculpatorio entre las drogas y la llamada rebelión.
Rebelión que, en la práctica, no ha sido más que terrorismo.