Comentaba el otro día con algunos contemporáneos sobre cómo los viejos nos acordamos de nuestras épocas infantiles y juveniles y las añoramos porque fueron más felices que las que ahora tienen los niños y adolescentes, que no pueden patinar en las calles ni salir solos al parque como lo hicimos nosotros.
Cuando yo era niño, la Navidad era una fiesta religiosa donde se celebraba el nacimiento del Niño Dios. En las casas se hacía el pesebre y se daban regalos a los niños en nombre del Niño Dios. Se rezaba la novena y se cantaban villancicos; también se echaba pólvora bajo la supervisión de los adultos. En mi caso no vi nunca quemados, aunque probablemente los hubo.
Con el tiempo la Navidad empezó a volverse comercial y los regalos se daban también a los adultos de la familia. Hoy hay que dar regalos a todos aquellos con los cuales tenemos alguna relación, aunque nos cueste trabajo decidir qué porque lo tienen todo y, posiblemente, al recibirlos los “reregalan”, si es que existe esa palabra. Se inventaron la prima de Navidad para facilitar ese comercio inútil, que podría usarse para “cuadrar” los dineros del año, pero no se puede porque se la comen los regalos.
Después apareció el árbol Navidad, pequeño, sencillo y sin luces y luego se transformó en lo que vemos hoy, árboles suntuosos (incluso el del Vaticano), iluminación en los almacenes (la de la Quinta Avenida en Nueva York es un espectáculo) y en las calles de pueblos y ciudades.
Pero simultáneamente con esa transformación llegó el gran intruso que los gringos importaron de Europa (san Nicolás) y que Coca Cola transformó en Santa Claus, un viejo que vive con su esposa en el Polo Norte, aunque no sea esquimal ni tenga un iglú, que trae los regalos en un trineo tirado por renos voladores y los arroja por la chimenea. ¿Y los que no tienen chimenea? A diferencia de todos los humanos se ríe jo, jo, jo, jo y no ja, ja, ja. Ya no se dice “Feliz Navidad” sino “Felices Fiestas”. El Niño Dios está desaparecido.
Este no es un fenómeno aislado en la cultura occidental contemporánea. Acabamos de celebrar una de las fiestas más importantes de los católicos: la de la Inmaculada Concepción de María. Los dogmas católicos se recitan en el Credo, pero hay unos pocos más que no aparecen allí, como la Inmaculada Concepción, promulgada por Pío IX en 1854; la infalibilidad del Papa en asuntos de fe, posiblemente el más incomprendido y discutido por los protestantes, que fue proclamado por un Concilio Vaticano en 1870; y la Asunción de María Santísima declarada por Pío XII en 1950. Estos dogmas cuentan con una tradición y un fundamento bíblico (antiguo y nuevo testamentos) de más de dos mil años. Pero ya no celebramos la fiesta religiosa de la Inmaculada. Ahora se celebra la noche de las velitas, cuando se encienden velas, en algunos casos en honor a la Virgen, pero en otros para pedir deseos como los que se piden por agüero.
Como si este ejemplo no bastara, hay que mencionar el día de las brujas que está sustituyendo la fiesta de Todos los Santos. Y hasta se ha castellanizado la fórmula que usan los niños en los Estados Unidos, “trick or treat” por “triqui”. Esta celebración es relativamente reciente y francamente exótica.
Aunque son los comerciantes los que mejor aprovechan estos eventos, me temo que también se trata de una tendencia para laicizar los festejos religiosos.
¡Feliz Navidad a todos!