JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO | El Nuevo Siglo
Miércoles, 13 de Febrero de 2013

La  renuncia del Papa Benedicto XVI a su pontificado, que desde luego ha sorprendido al mundo porque la última -del Papa Gregorio XII- se presentó hace casi 600 años, debe ser mirada con respeto, en cuanto las razones que invoca son perfectamente comprensibles, y con admiración, por el valor, la honestidad y la rectitud que ese acto refleja.

Es posible que no haya sido un Papa popular -especialmente entre los amigos del aborto, la eutanasia y las prácticas destructoras de la familia-, ni simpático, para quienes se quedan en las apariencias. No tenía que serlo, ni tenía que esforzarse en serlo. En su misión importaba más el fondo que la forma, y siempre fue consciente de las diferencias existentes entre su manera de ser y la arrolladora personalidad de su antecesor, el inolvidable Juan Pablo II. A éste lo seguimos llorando los católicos, pero no podíamos exigir al nuevo Santo Padre que se comportara igual o que hiciera lo mismo que él. Cada uno de los dos ha ejercido su papel en la historia de la Iglesia y de la humanidad, y los dos han sido los indicados para la época en que les tocó gobernar.

Por eso, el Papa Ratzinger -quizá el teólogo más importante del último siglo y un intelectual que ha producido mucho desde antes y que sin duda seguirá produciendo desde su retiro-  fue auténtico desde el principio, y sin rodeos se consagró a proclamar la doctrina de Cristo; a dialogar con los pertenecientes a otros credos y hasta con los ateos y agnósticos, sin perjuicio de preservar y sustentar los postulados esenciales del catolicismo; a fortalecer, mediante razonadas exposiciones y brillantes escritos -hay que leer sus encíclicas-, la fe de los católicos; a corregir errores y a condenar lo condenable, como lo hizo con dureza y decisión contra los curas pederastas.

Ahora, cansado y afectado por los achaques propios de su edad, se aparta de su delicadísimo cargo, para que alguien con nuevos bríos lo asuma. No le importa dejar el poder, ni se aferra a los honores ni a las venias propias de su jerarquía; ni le da nostalgia como a nuestros presidentes. Ante Dios, ante la cristiandad y ante su conciencia, ya ha hecho lo que tenía que hacer. Ha culminado su tarea, y se va, en paz y con la tranquilidad del deber cumplido.

Para Benedicto XVI nuestra gratitud y nuestro respeto.