Todo indica que hemos entrado en barrena frente al manejo de nuestras relaciones diplomáticas con la hermana república de Venezuela. Después de un encomiable inicio -que en su día y hora elogiamos-, cuando el canciller Trujillo puso de presente en los foros internacionales la gravedad generada por la emigración venezolana no solo para Colombia sino para otros países de la región, ahora parecería que la cancillería estuviera más interesada en graduar de enemigos mortales a nuestros vecinos, con quienes, como es sabido, compartimos la más porosa de nuestras fronteras, con más de 2.219 kilómetros terrestres, para no citar las líneas marítimas que nos dividen.
Siempre nos parecieron apresuradas, por no decir que ligeras, las declaraciones del último embajador colombiano en Caracas, quien, desde el momento de su llamado a consultas por parte del gobierno nacional, lanzó la especie de que el régimen venezolano tenía sus horas contadas. Inclusive, tuvo la osadía de anticipar que dicho derrumbe nos obligaría a tratar con un gobierno provisional en Venezuela. Nada ha pasado desde entonces -de ello hace más de un año- y la supuesta interinidad de Maduro, anunciada con bombos y platillos, hoy hace temer por el contrario que no se vea tan clara en el horizonte.
Entre tanto, la región fronteriza padece los mismos problemas que la asolan desde hace varias décadas: crimen organizado, narcotráfico, robos, secuestros, abigeato, atentados de la guerrilla del Eln y, lo que es peor, un gobierno -el colombiano- que rechaza cualquier tipo de diálogo con su homólogo venezolano, haciendo más lacerante la situación en aquella zona del país.
Si Colombia no está interesada en una confrontación armada con Venezuela, como no puede estarlo por razones de la historia común, de la herencia geográfica que no distingue entre poblaciones hermanas, por el deseo y la voluntad de mantener relaciones pacíficas, de progreso, integración y bienestar para las generaciones futuras, por todo ello, estamos obligados a mantener y preservar canales de diálogo abiertos, sea con este gobierno presidido por Nicolás Maduro, o por cualquiera otro que, en su momento, llegue al Palacio de Miraflores.
Sería un error histórico imperdonable perder de vista los canales diplomáticos de diálogo sobre temas puntuales, en los que reine el mejor ánimo de colaboración sobre asuntos específicos. De nada vale enfrascarnos en discusiones bizantinas, de mutuas recriminaciones sobre las ventas o desventajas de un sistema de gobierno sobre otro.
Lo anterior lo afirmamos respaldados en la experiencia de otros países, como fue el caso de la extinta Unión Soviética y los Estados Unidos de América durante el período conocido de la Guerra Fría, época en la cual jamás ninguna de las dos potencias retiró a sus respectivos embajadores, ni recortaron sus relaciones, a pesar de las obvias fricciones de orden político, y como única garantía contra el holocausto nuclear.
No podemos permitir que la zona de frontera se convierta en el patio trasero del crimen y la delincuencia. Si la dejamos a la deriva habremos de lamentarlo en los próximos cien años. Colombia tiene asuntos de carácter político, económico y social que defender en esa zona del país.