Kim Jong Un heredó de su padre el difícil arte del engaño y el chantaje.
Jefes de una autarquía despótica, inviable e improductiva, comprendieron, desde la Guerra Fría, que solo podían sobrevivir generando miedo y zozobra.
De hecho, militarizaron la sociedad de tal forma que la caída del socialismo real no les afectó para nada.
Al comprender sin tapujos que el comunismo solo sobrevive gracias al sometimiento, desarrollaron técnicas de control social basadas en el terror que les permitieron permanecer en el poder barajando privilegios.
En materia de política exterior, encontraron en el vecindario a China, un aliado poderoso dispuesto a servir como escudo protector a cambio de que padre e hijo se comportaran como satélites fieles y obedientes.
Gracias a Beijing, los norcoreanos sobrevivieron económicamente y recibieron incontables beneficios a despecho de la competitividad, la innovación o el intercambio.
Y con el fin de ocultar su vulnerabilidad estructural se dedicaron a fortalecer el aparato militar para darse el lujo, no ya de blindarse, sino de amenazar al Sur, a Japón e, incluso, a los Estados Unidos.
En efecto, cuando el presidente Obama llegó a la Casa Blanca, ellos redoblaron las amenazas que tan exitosas habían sido a lo largo de los 90.
Al constatar que el modelo Obama se basaba en que todo es negociable, que la diplomacia basada en concesiones solo sirve para apaciguar y que el multilateralismo sacrificaba los intereses nacionales de la superpotencia, hicieron de las suyas y obtuvieron cuantiosos recursos a cambio de nada.
Extasiados con semejantes resultados, era apenas natural que se comportaran del mismo modo con Donald Trump, pero solo para comprobar rápidamente que algo ya no funcionaba en la ecuación.
Por ende, tensaron al máximo la situación y, desesperadamente, Kim llegó el año pasado a sostener que, de acuerdo con su primitiva versión del ataque preventivo, bombardearía la isla norteamericana de Guam.
Si las escaramuzas, ataques y hasta muertes causadas a Corea del Sur a lo largo de los últimos años no habían suscitado respuesta alguna, ¿Por qué no pensar que Trump también se amedrantaría y cedería?
Pero no. Perfecto conocedor de las virtudes de la persuasión forzosa, Trump dibujó escenarios de disuasión difíciles de ignorar, impuso condiciones nítidas, transmitió a los chinos la indeclinable voluntad de eliminar los factores de inestabilidad e, ingeniosamente, delineó los mecanismos de resolución satisfactoria del problema.
Y los chinos, curtidos en la diplomacia imperial, comprendieron entonces que Trump ni fanfarroneaba ni alardeaba.
En consecuencia, conminaron a Pyongyang, su peón en el tablero, a que modificara su conducta pendenciera.
Y cuando en un último impulso de autonomía desafiante, Kim trató de ajustar las cuentas, no tuvo más remedio que proceder, él mismo, a volar en mil pedazos las instalaciones en las que perfeccionaba sus artefactos nucleares.
En otras palabras, la maquinaria promotora del terror en el extremo Oriente fue hecha trizas por sus propios creadores y sin costo adicional alguno para Washington.
Impecable libreto estratégico que debería ser estudiado cuidadosamente no solo por Irán sino también por Venezuela.
Sobre todo, por ellos: por los chavistas en Venezuela.