La oposición política, que es de la esencia de la vida democrática, se expresa preferentemente en los Parlamentos, Congresos o Asambleas, en los cuales goza de especiales privilegios para el ejercicio de su indispensable tarea. Por supuesto los medios de comunicación, los foros y otros escenarios contribuyen a darle más eco y significación al ejercicio legítimo de la oposición.
La utilización de la calle es un recurso extraordinario que viene a suplir las deficiencias de los mecanismos señalados anteriormente. Tiene sentido -y claro está enorme riesgo-, frente a una dictadura o a un régimen autocrático. Como cuando ocurrieron movilizaciones contra el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla, particularmente las que llevaron al 10 de mayo de 1957. O las que se produjeron contra el régimen dictatorial de Chávez, en Venezuela, y que pese a su carácter multitudinario no tuvieron mayor efecto.
Las olas migratorias que ocurrieron en Cuba operan ahora frente a otros regímenes autoritarios o totalitarios. Son la expresión desesperada de ciudadanos y familias que no ven otra salida para su supervivencia que la de huir de su propia patria, corriendo riesgos de otra naturaleza, en muchas ocasiones mortales. Por ejemplo, desde cuando se instauró el Socialismo del Siglo XXI en Venezuela, han huido 7.1 millones de personas. Una manera, es duro decirlo, de aliviar los problemas de ese tipo de gobiernos.
Cada día es más notorio en el mundo que la calle se ha venido convirtiendo en el procedimiento preferido de quienes están en desacuerdo con alguna decisión o, en general, con un régimen político. Los chalecos amarillos en París o la “explosión social” en Chile y otros países latinoamericanos, incluida Colombia. Y ahora Brasil y, quien lo creyera, en una democracia ejemplar como la de Estados Unidos, en diferentes ciudades, por diversos motivos y, cómo olvidarlo, el 6 de enero de 2022, en la propia capital de ese país.
Alfonso López Michelsen cuando decidió hacer oposición a la fórmula política del Frente Nacional (1958) fundó el periódico La Calle como una de las herramientas de su estrategia política. Pero no recuerdo que la importancia de las protestas callejeras fuera más significativa que la que se hacía desde el Congreso, o desde el periódico. Aunque reclamó siempre por las limitaciones que encontraba para el cabal ejercicio de la oposición, jamás recurrió a procedimientos violentos que desnaturalizaban lo que fue una oposición ilustrada, como que lo acompañaban jóvenes profesionales de excelente formación intelectual.
Ahora se dice que el centro-derecha está acudiendo a los métodos tradicionales de la izquierda radical que infortunadamente terminaban siendo interferidos por agentes violentos, con lo cual se abrió el espacio para que se hablara de vandalismo (lo cual desacreditaba la protesta social) y, también, de “criminalización de la protesta”, lo cual debilitaba el respeto que una democracia debía tener por la protesta social.
Hoy hay ejemplos de expresiones muy violentas tanto en las democracias muy avanzadas, como en otras muy jóvenes. Y se hacen comparaciones. Se presentan similitudes. Pero parece que avanzamos en la tarea de entender mejor cómo funciona la protesta social que va acompañada de violencia, de afectación de los derechos de los ciudadanos y de irrespeto, cuando no de destrucción, de la propiedad pública o privada e inclusive de daños irreparables al patrimonio cultural histórico. Los informes que se han preparado y se están preparando sobre este nuevo fenómeno permitirán una apreciación menos emotiva de la manera como éstas se planifican, se financian y se divulgan.