Colombia se alista a un debate electoral en medio de un escenario que no tiene antecedentes en la historia reciente del país. Si bien es cierto que la violencia acompañó muchas de las elecciones desde finales del siglo pasado hasta hoy, también lo es que en este año se suman las afectaciones a las instituciones, la pérdida de principios y valores, el desprestigio de la política y de quienes la ejercen, y la creciente insatisfacción ciudadana con los padecimientos que se viven y oscurecen el inmediato porvenir.
La política se convirtió en sinónimo de delito y corrupción. Los partidos son apenas albergues temporales para el acomodamiento de intereses subalternos, cuando no delictuales. La justicia perdió su majestad y sumó a su parsimonia la impronta de su podredumbre. Gobernaciones y alcaldías resultaron convertidas en botines de inescrupulosos dirigentes que lograron volver inocua la descentralización. El ejercicio de la legítima autoridad se deslegitimizó hasta el punto de verse secuestrada por los infractores a la ley. El interés general se vio pisoteado por el particular que abiertamente consolida su imperio a través de leyes y sentencias.
La paz no llegó y la impunidad prevalece con la consiguiente erosión del tejido social. Los valores y principios de una sociedad democrática son calificados de anacrónicos para permitir su sustitución por otros extraídos de una permisividad sin límites que amenaza los cimientos de la familia y la sociedad. Se abre un proceso de normalización de lo anormal que pretende justificar lo injustificable, desde la elegibilidad política de delincuentes no judicializados, hasta el derrumbe de puentes en construcción, o la facilitación de los cultivos de coca en manos de mafias extranjeras.
El caos que se instala solo puede favorecer el ascenso de fuerzas políticas antidemocráticas que apuntan al establecimiento de regímenes totalitarios como el que padecen venezolanos y cubanos. Sus voceros, envalentonados y arropados en la utopía recurrente de una sociedad igualitaria, que siempre se ha convertido en un infierno de privación de derechos y eliminación de contrarios, arrecian sus cantos de sirenas. Sus tenores ofician en el gobierno, los medios, la intelectualidad izquierdosa y los sectores alternativos con melodías que adormecen la conciencia de los ciudadanos.
El peligro es inminente y las elecciones el escenario que habrá de definir la contienda. El restablecimiento del orden legítimo, la conservación de las libertades, la recuperación de la institucionalidad y la vigencia de valores y principios democráticos dependen de la decisión de los colombianos. El primer escalón para lograrlo es el resultado de la consulta de la derecha el 11 de marzo. El que gane asumirá una responsabilidad histórica que debemos acompañar. Por su independencia, sus convicciones y su carácter Ordóñez es mi preferencia.