Este diciembre concluye un cuarto de siglo amargo para la democracia en el mundo. En el año 2000, la liberalización global desatada por el colapso de la Unión Soviética y la conclusión de la Guerra Fría parecía avanzar inexorablemente, logrando así que, por primera vez, la mayoría de la humanidad pudiera verse representada en elecciones razonablemente libres. Desde entonces, hemos presenciado la ruptura de varios procesos de liberalización prometedores, la imposición de nuevas dictaduras o regímenes híbridos en países con democracias jóvenes, e inclusive el deterioro lamentable de varias democracias consolidadas.
Los últimos sucesos en Corea del Sur apuntan en esa preocupante dirección. El tigre asiático lleva menos de cuarenta años de vida democrática, habiendo celebrado sus primeras elecciones libres y transparentes en 1987. Desde entonces, el país ha profundizado su admirable proceso de crecimiento económico, transformándose en una de las sociedades más prósperas y pluralistas del mundo.
Este 3 de diciembre, sintiéndose acorralado por un congreso de mayoría opositora que se rehusaba a aprobar sus iniciativas, el impopular presidente Yoon Suk Yeol intentó romper con esta trayectoria institucional. Afirmando sin fundamentos que la legislatura se había transformado en una monstruosidad comunista, declaró la ley marcial, prohibiendo la actividad de los partidos políticos, restringiendo severamente la libertad de prensa e intimidando a los legisladores con militares en las calles. Afortunadamente, ante el rechazo unificado del parlamento y la población, incluyendo el de sus copartidarios en el congreso, Yoon revocó la declaración de ley marcial. Por ahora, los surcoreanos parecen haber preservado sus instituciones ante una amenaza que, hace pocas semanas, habría parecido inconcebible.
El deterioro institucional de los Estados Unidos ha sido mucho menos severo y repentino, pero no por ello deja de ser preocupante. Se trata de la democracia más antigua del mundo, cuyos poderes presidenciales están consagrados en una constitución de finales del siglo dieciocho. Sus padres fundadores escasamente habrían podido saber cuán resilientes serían las instituciones que forjaron, sobre todo porque las diseñaron conscientes de lo vulnerable que es cualquier sistema político a los vicios de los malos gobernantes. El segundo presidente estadounidense, John Adams, declaró que “la avaricia, la ambición, la venganza y la temeridad romperían las cuerdas más fuertes de (la) Constitución, como una ballena atraviesa una red.”
En las pasadas elecciones presidenciales, el partido demócrata afirmó constantemente su superioridad moral e institucional frente a Donald Trump. Declaraban que, a diferencia de Trump, no abusarían del indulto presidencial para proteger a los aliados y familiares del presidente. Por lo tanto, al indultar a su hijo Hunter, el presidente Biden socavó profundamente la autoridad moral de su partido, sentando un precedente que facilita futuros abusos de la justicia por parte del presidente-electo. La revista The Economist capturó perfectamente el gran fracaso del gobierno Biden, un presidente que “habló como si Trump fuera una amenaza para la república, pero nunca actuó como si realmente lo creyera.” Biden no estuvo a la altura de la historia, por lo que el deterioro institucional de los Estados Unidos que comenzó en 2016 persistió a lo largo de su mandato.
En un mundo libre caracterizado por el desprecio hacia la institucionalidad, dejamos de ver a los políticos como servidores públicos sujetos a leyes sagradas y comenzamos a ver a la ley como una herramienta más en el arsenal de los dirigentes. “Yo no soy un hombre, soy un pueblo,” decía en su época Jorge Eliécer Gaitán, y el pueblo, como el caudillo, está por encima de la ley.