A medida que pasan los días y las horas la palabra presidencial se va depreciando más y más. Es, quizás, una muestra de su deterioro analítico -cada vez más evidente- cuando ya sobrepasa el ecuador de su mandato.
Las palabras tienen siempre un sentido ético. Sin embargo, en el gobierno Petro cada vez la línea ética se mueve hacia la mendacidad alejando su lenguaje de la realidad y de la verdad. Y por lo tanto de la credibilidad.
Gustavo Petro utiliza el delicado instrumento que es la palabra no para explicar serenamente sus políticas como debe hacerlo cualquier jefe de estado o para disentir con altura de sus contradictores, sino para agredir. Lo utiliza a menudo para mentir y casi siempre para agraviar. Su lenguaje se ha convertido en una catarata diaria de armas arrojadizas que lanza atolondradamente contra todo el mundo: agrede cotidianamente “urbe et orbi”.
El problema de utilizar el lenguaje de esta manera (y sobre todo cuando quien habla es presidente de la República) es que termina degradándose. Cada vez menos gente le cree. Y la ciudadanía acaba dándose cuenta de que esta manera rupestre de expresarse no es otra cosa que un biombo para ocultar las falencias de su gobierno cada vez más evidentes o la ofuscación que le provocan las críticas serias que recibe con más frecuencia.
Muestra también una sicología extraviada de quien cree -equivocadamente por supuesto- que todo le está autorizado; que olvida que no es más que la cabeza de uno de los tres poderes de nuestra democracia y no de los tres; o que cualquier barbaridad que diga hoy la puede enmendar impunemente mañana.
Todos los días hay lamentables episodios vinculados a sus extravíos verbales que pueden servir de ejemplo. Me llamó la atención especialmente uno de los últimos relacionado con el Consejo de Estado a raíz de una providencia de este alto tribunal por la cual se destituyó al alcalde de Duitama.
El presidente, en vez de argumentar serenamente porqué no estaba de acuerdo con la decisión tomada por la cabeza de la jurisdicción contenciosa administrativa (como hubiera podido hacerlo) se fue lanza en ristre calificando a esta alta corte como “pérfida”. La perfidia la define la real academia de la lengua castellana como “deslealtad, traición o quebrantamiento de la fe debida”. Nada de lo cual había reflejado desde luego la decisión de la máxima autoridad contenciosa administrativa del país.
Esta reacción insensata inmediatamente le valió una justificada y digna revirada del Consejo de Estado poniéndolo en su sitio. Ante lo cual el presidente en vez de excusarse por su inadecuado uso verbal, lo único que atinó a decir fue que “toda decisión será respetada menos el golpe de estado”. Es decir, respondió con una obviedad. El insulto a la alta corporación ya estaba lanzado, el daño estaba hecho y su respuesta en nada enmendó las cosas.
La palabra presidencial sigue depreciándose a marchas forzadas.