“La voz es la de los que representan al pueblo”
Mucho nos vanagloriamos de nuestra democracia con el cuento de un solo golpe de Estado en nuestra historia, el de Rojas en 1953, que lo fue, aunque con el beneplácito de los liberales y parte de los conservadores. Pero no fue el único. En 1854, Melo derrocó a Obando; Santos Acosta a Mosquera en 1867 y, agonizando el siglo XIX, Marroquín a Sanclemente en 1900.
Pero además, la democracia no se vulnera solo con el derrocamiento de un presidente, sino con el aún más grave de la Constitución. En 1886, Núñez, de un plumazo, decretó que la de 1863 dejaba de existir, y Reyes, en 1904, desconoció la de 1886 y clausuró el Congreso.
Tiempos de bárbaras naciones, dirán. Mas no; hace tres años nuestra democracia fue socavada nuevamente por el Ejecutivo, con el argumento disfrazado de “la paz”, cuando, el 2 de octubre de 2016, el constituyente primario le dijo NO al Acuerdo con las Farc, pero el gobierno Santos desoyó la voz del pueblo.
Santos respiraba triunfalismo y reconocía públicamente no tener “Plan B”, pues daba por descontada la victoria, y con razón, porque el desequilibrio fue la marca de esa campaña. Hoy se sabe que hasta los recursos de Odebrecht alcanzaron para el apoyo al SÍ, sumados a los del Presupuesto, que disfrazados de “divulgación” ofrecían el paraíso del posconflicto.
Todo fue mal desde el comienzo. Santos no estaba obligado a refrendar, pero se comprometió a hacerlo y a respetar sus resultados. Eligió el plebiscito para castrar la discusión y obligar al todo o nada: SÍ o NO, y cambió las condiciones con la bendición de la Corte Constitucional, para ganar con apenas el 13% del censo electoral, “por si las moscas”. Mientras se acusaba a los del NO de apelar al miedo, porque advertíamos lo que hoy sucede, el Gobierno y sus acólitos de la paz, endulzados con mermelada, aterrorizaban hasta con guerra urbana si triunfaba el NO.
Y el NO triunfó. Santos, que había amenazado con desmontar el Acuerdo y hasta con renunciar si ello sucedía, ya tenía el Nobel en el bolsillo y decidió, más bien, traicionar su palabra, desoír la voz del pueblo y hasta la de la Corte. Como el Proyecto de Ley Estatutaria no preveía la derrota, la Corte aclaró que la decisión del plebiscito era obligatoria para el presidente y, también, que “la decisión negativa del electorado inhibía la implementación del Acuerdo Final”.
Un engaño lleva a otro. Dorada de píldora al expresidente Uribe y la comisión negociadora. Maquillaje; negativa de ceder en cárcel para delitos atroces y en revisión de la JEP, temas que aún indignan por tan vergonzosa impunidad. Al final, en una voltereta política y ética, Santos decide que ya no le sirve la voz del pueblo sino la de quienes la representan. El Congreso genuflexo refrenda el espurio “Acuerdo definitivo” y la Corte, “como si nada”, aunque corrigió el fast track con cara de “poder habilitante”.
Lo advertimos. Las Farc no confesaron delitos, no devolvieron riquezas ni se desarmaron totalmente. Los cabecillas no fugados tienen sueldo de congresista, no conocieron cárcel y tampoco siembran hortalizas. La paz de los comerciales nunca llegó al campo, sometido al narcotráfico y la minería ilegal, donde mafias, disidencias y elenos extorsionan, secuestran y asesinan candidatos, líderes y ganaderos, para que el terror apuntale su control territorial.
Y mientras tanto, de las víctimas ¿quién se acuerda?
Nota bene: el 8 de octubre, Álvaro Uribe atenderá cumplidamente a la justicia; justicia en que necesitamos seguir creyendo, a pesar de todo. Ya veremos.