Frente a los alarmantes escándalos de corrupción que han sido noticia en los últimos días en el país, especialmente en la Unidad Anticorrupción de la Fiscalía General de la Nación y el Tribunal Superior del Meta, sin dejar de inventariar a Odebrecht y las campañas políticas para las pasadas elecciones presidenciales, ya comienzan a presentarse algunas iniciativas tendientes a combatir la corrupción y otros problemas que, sin duda, merecen nuestra reflexión y la de la opinión pública.
Definitivamente nuestro santanderismo es rampante y tenemos la tendencia a creer que la solución a todos los problemas de la República consiste en modificar las leyes, crear nuevas figuras delictivas, aumentar las penas, etc. Dos iniciativas se asoman a la luz pública; por un lado, la Fiscalía General de la Nación anunció el pasado 20 de julio la presentación de un proyecto de ley que, “propone instrumentos para combatir eficazmente la corrupción”. Se avisa la creación de unos confusos tipos delictivos en que pueden incurrir abogados, asesores, contadores, que no denuncien hechos irregulares que pasen por sus manos; sin duda la iniciativa del Fiscal tiende a llenar las cárceles. Llama la atención que, por otro lado, el Gobierno presenta proyecto de ley que elimina la criminalización de varias conductas como la de inasistencia familiar, la injuria y la calumnia y se cambia la cárcel por “la prestación de servicios de utilidad pública” y otras medidas que, sin duda, tienden a desocupar las cárceles.
En primer lugar, el flagelo de la corrupción no se arregla con nuevas leyes: tenemos suficientes. Expertos señalan causas muy diferentes para que nuestro país se esté convirtiendo en un verdadero paraíso de la corrupción. Por ejemplo, el profesor Fernando Velásquez en su columna señala: ”la concentración del poder en el Ejecutivo y las debilidades del sistema de pesos y contrapesos; el clientelismo exacerbado; la impunidad rampante; la falta de transparencia en la financiación de la política; la cultura del atajo y el todo vale; una débil educación para la rendición de cuentas; el incumplimiento por parte de muchas entidades públicas del derecho de acceso a la información; las fallas en el diseño de la institucionalidad estatal; y, en fin, el incumplimiento de la normatividad vigente (la anomia)”, como las reales y verdaderas causas que hay que considerar, lo demás no deja de ser mero “populismo punitivo”. Todo indica que los remedios no se encuentran en nuevos delitos o en aumentar penas, sino en aplicar eficazmente lo que hay.
El proyecto del Gobierno hay que entenderlo como un instrumento para aliviar el grave problema del hacinamiento carcelario. Está bien con bajar el umbral de reclusión en ciertas conductas, pero hay que hacerlo con estudios técnicos y con prudencia, no sea que por no tener una adecuada política carcelaria, vamos a llenar las calles de delincuentes. No olvidemos que, con el indulto a las Farc, vamos a desocupar varias plazas en las cárceles.
Hasta dónde los problemas delincuenciales que vive Colombia, más que un tema de política criminal, nos están mostrando una realidad de la sociedad colombiana, carente de un liderazgo que la encamine hacia la recuperación de unos valores perdidos que se deben rescatar desde la máxima expresión de los poderes del Estado y que debe ser precisamente el centro del debate político que ya comienza a ventilarse en el país.