José Antonio Bernal es un productor del norte del Cauca que me escribe pidiendo, qué digo, clamando, por mi “intervención ante las instituciones gubernativas encargadas del control territorial, para que se respete la propiedad rural privada en el norte del Cauca”. Hago público su nombre porque, en su desesperación, dirigió similares solicitudes al ministro de Defensa, el director de la Policía, el presidente de Asocaña, la alcaldesa de Caloto y otras instancias nacionales y regionales.
¿Quién está agrediendo el derecho de José Antonio a la legítima propiedad de la tierra?, ¿Acaso las disidencias de las Farc, el Epl, las autodefensas gaitanistas, los pelusos, o los nuevos combos?, todos ellos presentes en la región, todos vulgares narcotraficantes, y todos interesados en el control territorial de las zonas de cultivos ilícitos, de minería ilegal y, sobre todo, de las rutas de las droga.
Si así fuera, esta sería una denuncia fácil. Pero no son ellos los que presionan violentamente a José Antonio para que termine vendiendo su hacienda a menosprecio y se convierta en desplazado. Es la dirigencia indígena, concentrada en el Consejo Regional Indígena de Cauca, CRIC, y la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, ACIN.
Ahí la cosa es más compleja, porque en este país anclado en estereotipos mediáticos, culturales y políticos, hablar mal de los indígenas es, al decir de la sabiduría popular, “como pegarle a la mamá”. El indígena es pacífico, no usa armas sino bastones; era el dueño de toda la tierra antes de que llegara Belalcázar por esos lados, Quesada y demás conquistadores. Toda esa tierra, por lo tanto, son “territorios ancestrales”, sagrados, que todos los colombianos les han robado durante siglos, pero que les siguen perteneciendo.
Dentro de esa cosmovisión, los indígenas legitiman lo que el CRIC reconoce como el proceso de “la liberación de la madre tierra”. En esas estaban, según el mismo CRIC, los “comuneros” que, en octubre de 2017, recorrían la Hacienda Miraflores en zona rural de Corinto, cuando se toparon con el ejército, que, según ellos, les disparó sin fórmula de juicio.
¿Qué hacían los comuneros en un predio privado que no hace parte de los más de 80 resguardos indígenas que existen en Cauca con más de 600.000 hectáreas de extensión? ¿En qué consiste la liberación de la madre tierra? José Antonio lo ha vivido. Desde hace cuatro años le destruyen jarillones e inutilizan reservorios, además de la estrategia de meter furtivamente ganado robado -cercas de cien animales-, para destruir plantaciones y todo lo que encuentren a su paso.
No son tan pacíficos. En julio de 2012, una muchedumbre humilló a 100 militares en el cerro Berlín, atacándolos con piedras y bastones, y sacándolos arrastrados y a empellones. En septiembre de 2017, cerca de 100 “liberadores de la tierra” incendiaron cultivos y enfrentaron a la tropa con artefactos explosivos. En enero de 2018, en Corinto, los indígenas la agreden con insultos y uno de ellos le pone un cuchillo al cuello a un soldado, obligando a sus compañeros a dar tiros disuasivos y, otra vez, al retiro humillante. Ante cualquier inconformidad, la carretera Panamericana es bloqueada con actos violentos.
La Constitución de 1991 les garantizó muchos derechos, pero parece que ningún deber. José Antonio se pregunta si están eximidos de cumplir la ley fuera de sus resguardos; se pregunta quién defenderá a los productores si no lo hace la fuerza pública. Por eso me pide intervenir ante el presidente Duque y sus ministros, para que alguien los proteja de la liberación de la madre tierra.