Me gustan esas almas próximas, sensibles, inmaculadas, dispuestas a abrazarlo todo con la cercanía de un espíritu creativo, impregnado de buenos propósitos y de compasivos quehaceres, en favor de un mundo más consustancial con la luz y en lucha contra esta mediocridad que nos atormenta. Sin duda, hemos de abrir otros horizontes más fraternos. Esta batalla de todos contra todos nos marchita los sueños. Tenemos que cruzar el umbral de la mística contemplativa, sentirnos más espíritu que cuerpo, y trascender como siervo de los siervos, despojados de estos mezquinos poderes que nos atrofian la inspiración de crecer mar adentro. Por tanto, me niego a perder el tiempo en obras mundanas, con caducidad del momento, y si hay algo que me desvela en este atardecer en el que vivo, es renacer a la poesía, siempre dispuesta a ser nuestra compañera, para que las soledades jamás nos paralicen los labios. Necesitamos dejar espacio a la acogida, saber guardar silencio para poder escuchar, pero también ser voz para los que nadie quiere escuchar su dolor. Ojalá aprendamos a llenarnos interiormente de pensamientos nuevos, maravillosos y placenteros.
Somos hijos del amor, y como tales, necesitamos que esta noble contemplativa del valor de entrega nos movilice. Únicamente unidos podremos construir un mundo más justo, solidario y armónico. Derrumbemos muros. Plantémonos con el ánimo siempre dispuesto a traspasar nuestras miserias. Un récord de 168 millones de personas necesitará asistencia vital en 2020. Ayudar a los 109 millones más vulnerables requiere de 29.000 millones de dólares, señala el Panorama Humanitario Mundial, dado a conocer recientemente por las Naciones Unidas, en conjunto con cientos de ONG. Por eso, nunca perdamos nuestra identidad humanística. Hemos de amarnos para poder ser esa fecunda semilla gestante de esperanza. Creo que podremos derrotar el poder del odio y de la violencia, a poco que acojamos el camino de la autenticidad, esa senda poética que nos alimenta por dentro y nos da aliento por fuera, atrayéndonos misteriosamente a una búsqueda profunda para experimentar esa comunión de latidos, de llamada a la interioridad, que es como uno despierta y ensancha el corazón, para poder abrazar a esa humanidad globalizada.
Abrazados a esa vocación de caminantes contemplativos, hoy más que nunca se nos pide, armonizar haciendo culto a la práctica de la hospitalidad. Nuestro referente, indudablemente, son esos predecesores nuestros que han sabido vivir rectamente, con sobriedad, desprendimiento de las cosas físicas, y transparencia en las relaciones. Ahora, en este momento preciso, urge conciliar sabidurías y reconciliarse entre culturas. El cambio climático, los conflictos y la inestabilidad económica están devastando millones de vida. Ante esta tremenda realidad, hay que encarar los hechos y luchar, en conjunto. Nuestra opción no puede ser la huida del mundo, como algunos piensan, por miedo; sino la implicación como ese poeta batallador, verificando el ritmo de sus quejas para evaluar el paso de lo injusto a lo justo, de lo insensato a lo sensato, de lo mundano a lo trascendente. Indudablemente, lo significativo es no ahogarse en lo efímero, tener amplitud de miras, y apostar por ese acompañamiento permanente con aquellos que precisan asistencia básica para sobrevivir.