Estoy actualmente al frente de una parroquia con un servicio funerario muy intenso, es decir, en la cual se realizan gran cantidad de funerales, hasta seis en un día. Se usa hoy en día que, en muchas de estas exequias, se pronuncien discursos por parte de los familiares o amigos de quien ha muerto. En esta, que podríamos llamar literatura del común, hay muchas cosas interesantes, sobre todo en lo que atañe al sentido de la vida, a los valores más queridos por las personas y a la forma como se concibe el perfil de un ser humano de bien y, desde luego, a un hijo de Dios. Más allá del viejo adagio según el cual “no hay muerto malo…”, es evidente que la gente tiene un hondo sentido de lo que en realidad es importante para que la vida sea feliz y plena y por eso aprovecha estas ocasiones para ponerlo de manifiesto.
Entre lo destacado es muy interesante notar cómo se resalta el sentido de familia. Prácticamente no hay elogio fúnebre en el que no se aborde el tema de cómo el difunto fue parte importante de su familia y cómo hizo que su vida ayudara en la construcción de la misma. Este reconocimiento del valor de la familia hace un gran contraste frente a los conceptos que tratan de revitalizar esta célula natural que es prácticamente la única capaz de acompañar a una persona a lo largo de su vida, al menos en la mayoría de las personas. Y en estas ocasiones, en medio de la tristeza, los mismos oradores ponen siempre de presente cómo será esa misma comunidad, la familia, la que permitirá a los deudos seguir el camino de la vida, de nuevo con paz y alegría.
También llama la atención otro reconocimiento que se hace a no pocos de los fallecidos: lo que le enseñaron a las demás personas. Esto es muy interesante porque es como decir que lo humanamente natural es poder aportar sabiduría a los demás desde las propias vivencias y experiencias. Al hacer memoria de lo que la persona pudo legar de sabiduría a los demás se está afirmando también que eso hace parte de la misión de la vida, que no se ha de transcurrir por este planeta sin sumarle algo a la vida propia, a la de los demás, a la creación. Y, generalmente, este señalar lo enseñado tiene que ver mucho con las virtudes teologales y la humanas, con valores como la rectitud, la solidaridad, la humildad, la servicialidad, el desprendimiento. Sin duda, las personas son sabias y en el fondo contemplan lo que en realidad eleva a un ser humano a sus mejores manifestaciones de acuerdo con el diseño divino.
Y, en tercer lugar, los deudos oradores destacan la importancia de seguir las huellas de las personas de bien. Se escucha también con frecuencia en los eventos fúnebres el propósito de no dejar perder el legado recibido a través del ejemplo de vida de una persona concreta. La gente, también dentro de lo que le da sentido a la vida, descubre la necesidad imperiosa de no dejar que se rompa el vínculo que se ha establecido a través de la vivencia de experiencias y visiones de la existencia que han caracterizado el itinerario que ahora termina. El bien suele ser el nombre de esas huellas. En fin, bien valdría la pena que los teóricos de tantas “alternativas” de vida hicieran el humilde ejercicio de escuchar los discursos fúnebres, pues allí en realidad sí se habla de lo que en verdad es importante para que la vida tenga sentido.