En medio de la turbulencia, o de la plácida contemplación, siempre viene bien hacer una promesa. Y como lo prometido es deuda, nada mejor que aprovechar la Navidad para cumplirla.
Pero, además, qué hermoso y significativo es pagar tales promesas en un santuario mariano.
A muchos nos enseñaron desde niños que la piedad popular se basa en esa unidad espiritual absoluta que se crea entre cada uno de nosotros y nuestro Padre celestial mediante las promesas.
Lejos de ser una transacción o una simple negociación instrumental, ellas nos fidelizan, nos comprometen y nos llevan a gozar de una vida constructiva y esperanzadora.
Una vida que, vista de ese modo, hace que los primeros beneficiarios de nuestra conducta sean quienes nos rodean en familia, en el trabajo diario, o allí donde quiera que hayamos emprendido una misión en su nombre.
Entonces, al haber establecido una “Alianza con María”, nada mejor que programar las vacaciones de fin de año en función de nuestra Santa Madre y recorrer largos caminos hasta llegar a su encuentro en un altar donde podamos venerarla y seguir clamando, con respeto y paciencia, por su sublime intercesión ante nuestra autoridad superior.
De hecho, el Papa Francisco ha venido recordando en estos días que la Virgen María “derrama lágrimas con los que lloran” en un santuario “pues ella abre de par en par los brazos de su amor maternal para escuchar la súplica de cada uno... ¡y concederla!”
Al concebir a los santuarios como una puerta abierta a la nueva evangelización, la promesa y la visita se convierten en una expresión de la fe guiada por la convicción profunda de que Dios nos escucha atentamente y cambia la vida de quienes están comprometidos con la obra.
¿Acaso cuando vamos al santuario como peregrinos la Madre de Dios no es nuestra más afectuosa anfitriona espiritual?
¿Acaso cuando adivinamos en su rostro la sonrisa no estamos recibiendo su asentimiento para liberarnos de la culpa y trazarle un nuevo rumbo a nuestra existencia, por traumatizada o indiferente que ella sea?
“Los sentimientos que cada peregrino alberga en lo más profundo del corazón son aquellos que encuentra también en la Madre de Dios. Aquí, ella sonríe dando consuelo”, afirma el Santo Padre con particular delicadeza.
Es en el santuario, agrega, donde “María se hace compañera del camino de cada persona que levanta los ojos pidiendo una gracia, convencida de que le será concedida ; y la Virgen nos responde a todos con la intensidad de su mirada, misma que los artistas han sabido pintar, a menudo guiados desde lo alto, en la contemplación”.
En definitiva, llegamos al santuario cargados de tribulaciones, asperezas y sufrimiento.
Pero al cumplir con la promesa salimos del templo aliviados, ligeros de equipaje y dispuestos a dar la batalla que nos hayamos impuesto, con toda la fuerza, la fe y la alegría.