No son pocos los que hoy en día ven con asombro y hasta con preocupación la inmensa actividad religiosa que se desarrolla en nuestra sociedad. Nuestros templos viven abarrotados, las casas de ejercicios espirituales tienen reservados sus aforos para más de un año, las peregrinaciones a los santuarios marianos no cesan. Se encuentran grupos de oración doquiera uno se dirija. La Biblia se luce hoy en día como lo más natural en el ajuar personal. El Rosario y su infaltable camándula están en un periodo de resurgimiento que ya quisieran haber visto los abuelos. Iglesias nuevas, grupos de meditación, predicación por la televisión, la radio, las redes sociales y mucho más, son parte de este inmenso universo espiritual que, como realidad invencible, sigue haciendo presencia en la vida cotidiana de la humanidad.
Agustín de Hipona afirmó que mientras el corazón no descanse en Dios, estará inquieto. Y sigue muy inquieto. No es alienación ni fuga, es necesidad natural. Algo le dice al ser humano que lo de acá, siendo admirable y bien hecho, no es suficiente. Y menos cuando lo de acá es presentado con carácter de definitivo y dador de sentido. Cuando a la materia se le pretende dar función de espíritu, cuando el tener trata de abolir al ser, entonces, el carácter trascendente del hombre vuelve a reclamar con más fuerza lo que suyo y lo que solo él puede dar. Hay mucho de obstinación en la vieja pretensión de querer reducir el hombre a lo que sus sentidos perciben, sus ojos ven, sus manos tocan. Y esta obstinación es más desatinada cuando lo que se ve y se toca en tantos ámbitos es tan vacío, tan sin sentido, tan pasajero. Y todo esto no hace sino aguijonear el sentido religioso de hombres y mujeres.
Para aquellos a quienes la vitalidad de la religión los enerva, les conviene preguntar por la causa de esta materia siempre viva. Entre más absurdo sea el sistema de vida, entre más duro sea tratado el ser humano, entre más sea instrumentalizado, con más vigor desplegará sus alas el espíritu. Mientras los discursos sean tan falsos y así también sus pronunciantes, con más anhelo se pedirá la palabra Eterna, la que sí es portadora de verdad, luz y sentido. Y mientras el mundo construido no ofrezca serenidad y sosiego a la vida propiamente humana, siempre saldrán el espíritu y la sana religión al rescate del minúsculo ser llamado humano, que deambula un poco angustiado por el universo.
Pierdan, pues, toda esperanza los que alguna vez soñaron con la muerte de Dios, con el ocaso de la fe y la religión, con la vida bajo la consigna antigua de "comamos y bebamos, que mañana moriremos". Hay fuerzas muy superiores que no dejan que el hombre se arrastre para siempre, como la vieja serpiente del Génesis. Concluyamos afirmando que si bien la religión siempre ha estado presente en la vida humana, cuando su fuerza se hace especialmente perceptible, es que esa vida ha perdido compresión y se hace necesario presurizarla de nuevo para que este a la altura de su vocación de eternidad. Lo que no lleve a la eternidad es indigno de quien fue creado a imagen y semejanza del Eterno.