Hay que diseñar otros modos y maneras de vivir, a través de un sistema participativo, inclusivo y moral. Los pueblos hay que repoblarlos de verde y los caminos, por los que se mueve el ser humano, hay que volverlos biodiversos, como el entramado natural de la vida misma. A las ciudades hay que darles también otro corazón más claro y hondo. Tampoco deben planificarse en base a los coches, sino a las personas e invertir más en rutas peatonales y en ritmos de transporte público. En cualquier caso, no podemos continuar rompiendo lazos, destrozando la creación, sin importarnos su desgarre armónico. La sordera humana nos impide divisar el sentido estético y contemplativo de las cosas que nos acompañan. ¡Qué desgracia!
Este dominador afán destructivo nos está dejando sin aire limpio para poder respirar, sin aguas transparentes y sin especies que nos ayuden a que los bosques no se desvanezcan y los desiertos avancen. Los gemidos de la creación están ahí, llamándonos a repensar sobre nuestras torpes actuaciones. Debemos examinar nuestros hábitos en el uso de energía, en el consumo, el transporte y la alimentación. A mi juicio, es el momento de la justicia reparadora, de reconciliar actitudes con el ecosistema, de restaurar el equilibrio climático; puesto que estamos en medio de una emergencia, que requiere de nosotros un espíritu más firme y cooperante, sin obviar algo tan esencial, como que todos vivimos en una morada comunitaria, que nos llama a ese estado integral que requerimos por principio congénito.
La naturaleza también nos necesita. Claro que sí. Pero tomemos otras pautas de consumo y de andar. Fijémonos en lo que nos habla. No pasemos de los sollozos de la tierra. Veamos el modo de quitar esta calima que nos ciega los ojos, que enturbian el ambiente y dificultan la visión. Anotemos el alza del nivel del mar y la desaparición de lagos. Prestemos atención a las fuertes olas de calor, cada vez más habituales, que ahogan esa vida silvestre, tan necesaria como urgente, para dar secuencia a nuestro propio linaje. La biósfera debe regir la toma de decisiones si queremos sobrevivir. Lo dicen los estudios científicos y lo refrenda la realidad que nos sobrecoge, la alteración del clima, la pérdida de biodiversidad y la contaminación.
Nuestro hacer denigrador no puede continuar por más tiempo. Hemos de entender la vida y la acción humana de otra manera más lúcida y creativa, menos dominante y con más límites, ante los gases de efecto invernadero y otros contaminantes atmosféricos, para que todos los moradores podamos abrirnos camino en la vida, no únicamente los privilegiados.
El medio ambiente y la humanidad en su conjunto han de apiñarse en nuevos hábitos, sabiendo que son los pequeños gestos los que nos ponen alas de encadenamiento, a través de la reconstrucción de una vida compartida y de respeto a lo que nos rodea. Nada de lo que nos envuelve es inútil. Todo ha de ocupar su lugar porque tiene algo que aportar. Es cuestión de descubrirlo, de reencontrarnos en la ruta ecuánime, de trabajar unidos por un planeta más habitable, que supere intereses y comportamientos mezquinos, libres de presiones políticas y económicas.
A esos gritos de la madre tierra hay que responder colectivamente y de manera contundente, ya que se trata de una grave responsabilidad ética y moral. No deja de ser significativa la falta de coraje de algunos líderes del mundo y de ciertas organizaciones internacionales, ante esta fuerte crisis mundial autodestructiva, que ha de sobreponerse, comenzando por regenerar las propias actuaciones en su entorno más cercano.
Si el ser humano ha calentado el planeta a un nivel nunca visto en los últimos años, y si, además, las ciudades consumen una gran parte del suministro energético mundial y son responsables del 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero; son, ahora, los humanos igualmente, la humanidad conciliada y reconciliada, la que debe rectificar y salir de esa incultura manifiesta del abandono de sí mismo y de todo lo que le circunda.
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