Como ungido directamente por los dioses con el don de la oportunidad, y lejos de poder adivinar el vuelco que daría el planeta entero con la industria editorial a bordo pocos meses después, D.W. Young nos dejó a finales de 2019 un documental tan bellamente necesario como dolorosamente poco distribuido, una joyita oculta de esas que parece que sólo podríamos llegar a encontrar gracias a plataformas de películas indie: “The Booksellers”. Una hermosa carta de amor al oficio de librero (con una singular dedicatoria a los anticuarios especializados en libros raros), tan esencial para la literatura como incierto es su futuro tras el frenético advenimiento de las nuevas tecnologías.
Buscar libreros a lo largo de Nueva York para que hablen en un documental no es tan difícil (ahí tienes a los de Strand, a las de Argosy o a los de Books Are Magic haciendo cameos fantásticos), lo verdaderamente impresionante es que todos estén alineados alrededor de un mínimo común denominador y en este caso, lamentablemente, la serendipia se manifiesta carreteada por la tragedia, pues en cada uno de sus relatos podemos percibir la nostalgia de un negocio cuyos dueños se están haciendo ya demasiado mayores sin un recambio generacional cargado en la recámara. De seguir así, la venta de libros raros será un mercado que se desvanecerá cuando así mismo lo hagan sus promotores.
Gran parte de la culpa la tuvo internet, como bien reseñan varios de ellos, ya que se convirtió en un auténtico parteaguas que despejó el misterio de la búsqueda y simplificó las tribulaciones del coleccionismo haciendo que los ejemplares realmente complicados de conseguir lo fuesen aún más y reduciendo el valor de ediciones del siglo pasado que afloraron silvestres por toda la web. “Si me das una tarjeta de crédito y un par de horas puedo conseguirte la bibliografía entera de cualquier autor” sentenció alguno resumiendo lo insípida que resulta la cacería cuando a golpe de clic puedes ordenar que tus ballenas blancas lleguen hasta la puerta de casa.
El perfil del coleccionista también está mutando, pues cada vez son menos los individuos que cruzan fronteras para acudir a carísimas subastas de primeras ediciones. Ahora la tarea de acumulación se está institucionalizando, con la entrada agresiva de fundaciones, bibliotecas privadas y centros de estudios que a fuerza de talonario van arrinconando a los entusiastas particulares que no saben en qué más gastarse el dinero. Y ese es el perfil del cliente clave que mantiene vivas a las librerías de antigüedades, el lector que acude a pie a las ferias ambulantes queriendo hallar oro entre los stands, no el que compra cajas de material inédito de algún escritor para catalogarlo y sellarlo en sus archivos.
Aunque “The Booksellers” intenta arrojar algo de luz entre tanto pesimismo con los testimonios ilusionados de jóvenes dueños de librerías, cierto es que el reemplazo del asesoramiento del experto en literatura por las recomendaciones personalizadas del algoritmo continúa su implacable avance y que los libreros humanos que al final queden en pie estarán condenados a la más análoga de las resistencias.