“Nuestra coexistencia nos reclama razonar”
Si el esfuerzo por el diálogo y la cooperación ha de ser el sello distintivo de cada uno de nosotros, también desde esta suculenta diversidad cultural de nuestro mundo, hemos de trabajar con espíritu armónico, a fin de que se haga posible el entendimiento entre unos y otros.
Esta vida no es para encerrarse en los nuestros, sino para compartir vivencias y caminar unidos, a pesar de las caídas, reforzando y reafirmando los espacios de continuidad cultural y lingüística, con nuestra comprensión y mano tendida siempre. Nuestra coexistencia nos reclama razonar, por muy complejos que sean los abecedarios, empezando por la propia lengua. Esto nos demanda a movilizar otros comportamientos más coherentes y asistenciales con cualquier vida, pues aparte de que estamos perdiendo tierra fértil y biodiversidad a un ritmo alarmante, considero primordial activar el respeto y la consideración hacia todo análogo. Hoy sabemos que la degradación de la tierra afecta a más de treinta mil millones de personas y que nos cuesta el diez por ciento de la producción de la economía mundial cada año, pero tampoco debemos olvidar la fuerte crisis de valores (degradación humanística) que sufrimos como especie pensante.
Somos aquello en lo que pensamos y esta pérdida de talante humanístico, mundano y mediocre a más no poder, dificulta los cambios transformadores que el planeta requiere entre sus gentes y su hábitat, y también entre estos, precisamente porque cada vida posee un valor singular que ha de ser tratado con sumo cuidado, o sea, dignificado, como señala la Declaración Universal de Derechos humanos, en su articulado, al trasladarnos una realidad tan innata como luminosa, la de que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente”; primero considerándose uno mismo, autoestimándose, para luego conectar unos con otros, poniéndonos en su lugar. No talemos ilusiones, jamás discriminemos a nadie, pensemos que unidos ganamos amaneceres y cosechamos nuevos entusiasmos. Sin duda, estamos llamados a un nuevo despuntar como linaje, aunque buena parte de los caminantes duerman todavía. Indudablemente, hemos de animar a que ese vivo poema de esperanza, que todos nos merecemos sin distinción alguna por el simple hecho de ser personas, no permanezca por más tiempo aletargado.
Lo que no tiene sentido es recorrer los caminos del mundo enfrentados, divididos por contiendas inútiles, cuando lo verdaderamente trascendente es entrar en sintonía y poder afrontar los retos de vivir desde esa multiplicidad de cultos y culturas, de lenguajes y jergas, de expresiones y memorias. Por desgracia, no sólo estamos presenciando un récord de calentamiento global, también se están calentando los modos y maneras de movernos, de cohabitar, únicamente hay que adentrarse en las mil tensiones políticas que viven multitud de naciones, algo que podemos evitar entre todos.
En todo caso, volvamos a nuestra historia, aprendamos de ella, para que de una vez por todas podamos deducir que nada justifica entrar en conflicto, que nos merecemos otro futuro más armónico y que para construirlo solo hace falta precipitar la vía de la amistad, el puente de la simpatía, el camino del encuentro. Lo importante es edificar espacios benéficos con quien habitar la casa común para toda la humanidad.
Sobran todos los frentes, tal vez muchas fronteras. Se requiere un cambio. Quizás pensar menos en uno mismo. Los gobiernos de todo el mundo han de poner en práctica el deber de la solidaridad, que tan bello lo vociferó con su viviente receta la inolvidable misionera Madre Teresa de Calcuta: “No deis sólo lo superfluo, dad vuestro corazón”.