Unas son buenas y otras son malas noticias. La buena noticia es que 222 presos políticos, víctimas de la represión del régimen de Daniel Ortega en Nicaragua, han sido deportados (“desterrados”, sería más preciso decir) a Estados Unidos, tras ser declarados “traidores a la patria” por la parodia en que se ha convertido la judicatura -como tantas otras cosas- en ese país.
También fueron inhabilitados para ejercer cargos públicos y quedaron “suspensos” sus derechos ciudadanos a perpetuidad. Como si en una dictadura no estuviera toda oposición, por definición y sin necesidad de sentencia, no sólo inhabilitada y suspendida, sino simple y llanamente proscrita. (¿Dónde están -cabe preguntarse- los gobiernos “progresistas” que sonoramente invocan la Convención Americana sobre Derechos Humanos cuando se trata de amparar a sus afines ideológicos? ¿Por qué callan ahora con estruendo, aunque Nicaragua sea parte en esa Convención, que incluso tiene rango constitucional en su derecho interno? ¿No merece Nicaragua ni siquiera un trino?).
Parece una ironía, pero en este caso el destierro es una buena noticia. Para los 222, el destierro es libertad. Amarga y odiosa, mutilada e impuesta, pero, a fin de cuentas, libertad. Otros quedan aún en las mazmorras de Ortega, como el obispo de Matagalpa -voz que clama en el desierto (y ante el silencio del Vaticano, sobre otros asuntos tan locuaz): “Que sean libres, yo pago la condena de ellos”-. Muchos más, aunque no estén bajo arresto mientras esperan juicios arbitrarios y sin garantías, ni tengan a sus familias y bienes bajo asedio, ni sufran amenaza ni persecución directa, también son presos políticos. Y esa es la mala noticia.
Porque en una dictadura todos, salvo el dictador, son presos políticos, y Ortega ha convertido a Nicaragua en una inmensa prisión. Con el Estado convertido en mafioso feudo familiar, y los poderes públicos y la administración fungiendo como mayordomías. Sin partidos políticos, porque Ortega lo quiere todo entero. Sin libertad religiosa, salvo la de rendir culto a la pareja suprema, dos personas distintas y una sola tiranía verdadera. Sin organizaciones cívicas, porque el régimen quiere organizarlo todo para controlarlo todo -ni la Academia Nicaragüense de la Lengua se salvó de la disolución-. Sin organizaciones gremiales, sino la camarilla de los áulicos que medra con su amparo. Sin universidades ni centros de investigación, porque no hay nada que saber, y lo que él ignora, por otros medios lo averigua. Sin prensa libre, porque a sus fines solo sirven las prensas detenidas.
Una prisión, para todos los nicaragüenses, “con muchas guardas, encierros y calabozos” -Hamlet dixit-. ¿Por qué delitos -se preguntaría- los llevó la mala suerte a vivir en ella? Una cárcel total, cuya totalidad confirma la libertad que los 222 encontrarán en el destierro. La misma a la que aspiran, resignados, tantos nicaragüenses compelidos a migrar y a solicitar asilo, los más numerosos en el mundo después de los afganos.
Quizá algunos afirmen, por la razón que sea, que no hay otra alternativa que convivir con el régimen de Ortega, mientras dure. Pero entre convivencia y connivencia hay una enorme diferencia.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales