Colombia comienza a enfrentar uno de los mayores desafíos de su historia: educar a las nuevas generaciones en medio del bombardeo de mensajes desmoralizadores que dicen “portarse mal sí paga” y “a mayor delito menor pena”.
Las leyes tienen un efecto didáctico que va moldeando los valores de la sociedad. No son simples normas externas de conducta para encasillar algunos comportamientos sociales sin penetrar en las creencias de la sociedad y de los individuos. Al mismo tiempo que reflejan las convicciones sociales, afianzan el contenido moral que las respalda y hacen que sean mucho más que pedazos de papel escritos para prohibir y castigar, para estimular y premiar.
Ese efecto formativo es, desde luego más trascendental que la guarda del orden externo, va más allá y es más profundo que sus manifestaciones superficiales y su capacidad para mantenerlas dentro de unos patrones sociales de conducta.
Cada norma defiende un valor, lo protege, alienta su cumplimiento y se compenetra con la creencia que inspiró su expresión legal y con el robustecimiento que se logra al llevarlo repetidamente a la práctica. Exalta lo que la sociedad considera bueno y sanciona lo reprobable.
Cuando se castigan, por ejemplo, las violaciones del derecho a la vida, se le dice a la comunidad que es sagrado, y que por ello se castiga a quien atenta contra ese bien supremo. El mandato de no matarás se refuerza con unas penas severas para quienes dan muerte a otro ser humano.
El derecho de propiedad, para citar otro caso, se reconoce y ampara castigando a los ladrones que hurtan o roban. Y así sucesivamente
Las sanciones, además, van acordes con la importancia del derecho protegido. El asesinato tendrá una condena máxima y las lesiones personales una menor, para decir que es más grave la muerte que las heridas causadas a un semejante. Inclusive pueden llegarse a considerar unas circunstancias atenuantes tan poderosas que permiten quitar la sanción en casos especiales, el hurto famélico, por ejemplo, pues la preservación de la vida es obviamente más importante que la propiedad sobre el pan que se hurta para no morir.
Pues bien, lo que se conoce de los acuerdos de La Habana envía mensajes que subvierten el orden de los valores que organizan la vida en común. Si portarse mal es causa suficiente para conseguir un trato preferencial ¿en qué queda la importancia de portarse bien? Si los crímenes peores reciben un trato mucho más benigno que el robo de gallinas ¿cómo explicar que la vida de un ser humano resulte menos valiosa que la de propiedad de la gallina?
Con la escala de valores torcida es imposible aplicar rectamente las leyes y formar la conciencia de los ciudadanos sobre lo bueno y lo malo en una sociedad. Ya comienza a oírse por ahí que la extorsión es un delito menor, y eso que no tenemos aún a miles de extorsionistas confesos alardeando de practicarla sin recato.
Cada mensaje equivocado es un cilindro bomba lanzado contra la estructura de valores que inspiraron la Constitución y las Leyes. En la vida diaria los diez mandamientos del Sinaí serán reemplazados por los convenidos en La Habana…
¡Y bien difícil que será la tarea de enderezar las consecuencias de los malos mensajes!.