“Hay 46 millones de esclavos y muchos más trabajadores informales o vinculados a la ilegalidad”
¿Quién no ha leído aquel cuento de Hans Christian Andersen protagonizado por un Emperador algo esnob y adicto a engrosar a la menor oportunidad su guardarropa? ¿Quién ha olvidado cómo acabó engañado -junto con toda su corte- por la promesa de una tela mágica, invisible a ojos de estúpidos e ineptos? Y ¿quién no recuerda cómo acaba la historia, con la desnudez imperial puesta en evidencia por la denuncia inocente de un niño?
Algo similar puede ocurrir con algunos de los problemas que aquejan al mundo contemporáneo. Resulta fácil ceder a la tentadora idea de que los enormes progresos alcanzados en diversos ámbitos de la vida humana -gracias al desarrollo científico y tecnológico, al crecimiento de la economía y a la intensificación del comercio internacional, a la expansión de las ideas y los valores liberales- son ya suficientes y definitivos (y por lo tanto, irreversibles). Esa tentación, rayana con la autocomplacencia, es como el “traje invisible” del Emperador del cuento de marras. Y a veces es necesario que alguien desvele otra vez la realidad para recuperar la conciencia de lo mucho que aún queda por hacer.
Mauritania fue el último país en abolir oficialmente la esclavitud ¡en 1981! Según el World Slavery Index, todavía hay cerca de cuarenta mil esclavos en este país africano de poco más de cuatro millones de habitantes. De acuerdo con las Global Estimates of Modern Slavery, calculadas por la Walk Free Foundation y la Organización Mundial del Trabajo, hay hoy en todo el mundo casi cuarenta y seis millones de esclavos, es decir, personas sujetas a “diversas formas de coacción prohibidas en los instrumentos internacionales sobre derechos humanos y normas laborales (esclavitud, instituciones y prácticas similares a la esclavitud, el trabajo forzoso, la trata de personas y el matrimonio forzado)… Una persona está siendo explotada o forzada cuando no puede negarse o irse debido a amenazas, violencia, coerción, engaño o abuso de poder”.
Que en pleno siglo XXI haya más de cuarenta millones de esclavos (un cálculo que como todos los relativos a actividades ilícitas, bien puede estar subestimado), no sólo es una vergüenza sino una verdadera aberración. Ninguna región del mundo escapa a este fenómeno, que afecta especialmente a mujeres y niños. La situación es particularmente grave en África, donde habría casi 8 esclavos por cada mil habitantes. Y todo esto a pesar de que casi todos los países del mundo tienen leyes explícitas que no sólo prohíben sino que sancionan penalmente este tipo de conductas.
La persistencia de la esclavitud es sumamente grave y plantea un desafío que no sólo atañe a gobiernos y organizaciones internacionales, aunque unos y otras tengan una especial responsabilidad. Pero también deberían preocupar otras formas que, sin llegar al escándalo social y moral que es la esclavitud, suponen una grave violación de los derechos humanos y, en particular, de los derechos laborales y sociales de otros muchos millones de personas en todo el mundo.
Casi siempre, las distintas formas de economía subterránea (informal, ilegal y criminal) privan a las personas de sus derechos laborales básicos (desde el salario justo hasta la asociación sindical). Muchas veces, suponen un riesgo permanente para la integridad física y la salud; y suponen algún grado de violencia directa o indirecta. Estas economías subterráneas excluyen a las personas de la seguridad social; distorsionan el mercado laboral; destruyen el capital social; y generalmente, son depredadoras del medio ambiente y vienen acompañadas -al tiempo que refuerzan- la precariedad de las instituciones. Sus efectos estructurales suelen largo plazo son, sencillamente, devastadores.
El trabajo ligado a las economías subterráneas bien puede ser uno de los “nuevos trajes” de la esclavitud. Y el problema que representa debería ser abordado con la mayor contundencia posible, sin caer en el engaño del eufemismo implícito en la manera en que suele designarse. Como la esclavitud, esta es también una cuestión de dignidad humana, y también -pues son indisociables de ella- de desarrollo económico y progreso social.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales