Tal como están las cosas y como se proyectan hacia el inmediato futuro, Nicolás Maduro, está más que maduro para abandonar la silla que ha usurpado en el Palacio de Miraflores. Sin embargo, la rampante corrupción que se ha adueñado de los mandos militares y de los puestos claves de la administración, lo mantienen "atornillado" en el poder. Todo esto apuntalado por la fuerte presencia cubana en los niveles de decisión. Nada ni nadie, pues, parece amenazarle. Al menos por ahora.
Las grandes movilizaciones, realmente multitudinarias en su contra, se han vuelto parte del paisaje cotidiano en las principales ciudades del país, sin que realmente tengan efectos contundentes. A esto se suma la gran presión internacional que ha tendido un cerco diplomático que, de alguna manera, ha sido neutralizado por el apoyo incondicional que le han ofrecido Rusia y China y, que hasta cierto punto, lo han estado oxigenando. Situación aprovechada por los invasores cubanos para copar todos los espacios claves.
Lo más preocupante del asunto es que una muy bien orquestada campaña mediática liderada por los Estados Unidos puede estar distorsionando la dura realidad haciendo abrigar falsas esperanzas por un desenlace que todavía no se ve muy claro. No hay un verdadero entramado político que le dé un sólido soporte a ese quehacer propagandístico. Los partidos políticos nativos son inexistentes y fuera de la figura de Juan Guaidó no se vislumbran otras caras referenciales. Dios quiera que nos equivoquemos, pero nada indica que los días de Maduro "estén contados" como lo asegura la insurgencia.
Hay un gran estancamiento. No solo en las filas opositoras sino también en el gobierno, "un gobierno que no gobierna". El caos es total. Los negocios se han paralizado, la economía está totalmente colapsada. El manejo monetario entró en crisis. Ya los indicadores tradicionales no sirven para poder medir las fluctuaciones socioeconómicas. Las carencias de todo tipo se manifiestan en todos los sectores y a todos los niveles. El desabastecimiento es generalizado. A esto se suma una parálisis y una inmovilidad endémica que se transformado en epidémica, en la gran mayoría de las industrias del país.
Como si todo esto fuera poco la violencia callejera y el robo cotidiano están haciendo su agosto. La inseguridad ciudadana se disparó en una forma verdaderamente exponencial. La inmensa mayoría de los habitantes de extensas barriadas y de la periferia, prefieren resguardarse en la intimidad de sus hogares. Las fuerzas de vigilancia brillan por su ausencia y por ello los desmanes se han centuplicado.
Desde luego, lo que le ocurra o deje de ocurrir a Venezuela, tiene gran impacto en nuestra vida nacional y en especial en las fronteras. Dos mil quinientos kilómetros de frontera común nos condenan a una convivencia permanente y si esta se ve amenazada por las convulsiones emocionales del señor Maduro es evidente que no podremos ni vivir y mucho menos dormir tranquilos. Si agregamos que nuestro mayor problema de orden público, el Eln, se refugia y ampara en esas tierras hermanas, nuestro convivir se torna aún mucho más dramático.
El otro problema y no precisamente el menor lo está produciendo la diáspora que nos está copando todos los espacios, especialmente los fronterizos. El impacto directo lo están sufriendo miles de colombianos a lo largo y ancho de la Guajira y los dos Santanderes, sin descontar a Bogotá, Medellín y Cali. Nosotros no estamos preparados para semejante migración y esto ya se está viendo en los índices de desempleo en las regiones afectadas.