Con razones más que suficientes, desde el Vaticano, sede de la suprema autoridad apostólica, se anunció la beatificación del obispo de Arauca, Jesús Emilio Jaramillo y del párroco del desaparecido Armero, Pedro María Ramírez. También, la exaltación de las virtudes del arzobispo de Bogotá, Ismael Perdomo Borrero, que lo fue entre 1928 y 1950. A estos tres ministros sagrados les tocó vivir en carne propia el desbordado fanatismo de quienes tratándose de política pierden toda la razón y actúan como verdaderas fieras. Al obispo Jaramillo lo secuestró, torturó y asesinó el Eln, el mismo que quiere ahora enseñar cómo hacer la paz. Al párroco de Armero, lo masacraron unos borrachos que alguna vez creyeron que los partidos políticos tenían alguna razón de ser. Y al arzobispo Perdomo, en vida, lo vapulearon los mismos políticos que no están acostumbrados a que alguien no les dé la razón en su ceguera y obsesión por el poder.
La única palabra que recoge plenamente lo que sucedió en la vida de estos tres sacerdotes es martirio. Testigos fueron, con su sangre, de la violencia asesina, pero ni siquiera el peligro de la muerte los alejó un milímetro de su fe cristiana y de su misión sacerdotal. Hicieron lo que en Colombia todavía no hemos aprendido a hacer frente a la violencia: responder a ella, no con violencia, sino radicalmente con paz y con justicia. No obstante, el final violento de Monseñor Jaramillo y del Padre Ramírez, así como los días amargos del arzobispo Perdomo, son, una vez más, un reflejo inocultable de la maldad que hay en todos aquellos que han hecho de los fusiles, los machetes, el verbo encendido, su carta de presentación en sociedad. Esto no se debe esconder ni minusvalorar pues las tragedias que han causado en las personas, en las familias, en la Iglesia, en las comunidades locales, son de unas dimensiones incalculables.
En la Iglesia suele decirse que la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos. Eso quisiéramos. La exaltación de estas tres vidas, como la de otros tantos mártires colombianos, debería ser causa constante de emulación para quienes estén pensando en eso que hoy llaman pomposamente proyecto de vida. Pese a toda la apariencia de derrota por haber sido asesinados y calumniados, igual que al mártir del calvario, la verdad es que su vida y muerte son un mensaje de claridad meridiana: nunca violencia por violencia, nunca el derramamiento injusto de la sangre, nunca dar razón al cobarde que por llevar un arma usurpa la condición del verdadero valiente, que no es otro que el santo, el justo, el solidario.
A la vez que el reconocimiento de estas tres vidas en su martirio es un acto de justicia, no deja de hacernos pensar una vez más que sobre nuestra patria pesa una deuda muy grande con Dios por las miles de veces que los inocentes han sido vejados, torturados, asesinados. Y por encontrarse entre ellos no pocos ministros del Altísimo, cavilamos, no sin temor, sobre cuándo y cómo llegará la justicia divina.