RECONOZCO que me entusiasma la gente de palabra, con mirada profunda y visión amplia, dispuesta siempre a conciliar lenguajes y a relativizar situaciones; pero si hay algo que también me decepciona, son aquellos que intentan mutilarnos el corazón ideológicamente. Me niego en rotundo a ello. Déjennos sentirnos libres, aunque nos equivoquemos. Tampoco nos amarguen la existencia. Quiero vivir, y quiero hacerlo con alegría. Porque la vida no es un combate, sino un discernimiento, que requiere fuerza y valentía para resistir nuestra propia fragilidad. Cada cual busca su personal espíritu y aviva sus talentos. El objetivo sí que ha de ser común, la reconstrucción de un mundo más justo y menos desigual. A mi juicio, lo significativo es activar la cultura del abrazo, una verdadera salida de nosotros mismos, que nos insta a un autoanálisis en nuestra forma de pensar y hacer. Por ello, quizás tengamos que forjar un nuevo plan de acción, para que no nos quedemos únicamente en los buenos proyectos, sino que vayamos a ese cambio inclusivo que ha de transformarnos en un cultivo permanente de donación.
Unirse es un buen plan y un justo concebir. Trabajar juntos es el gran avance, el mayor progreso, pues lo que se hace corazón a corazón, revierte en humanidad. Sin embargo, en todas partes, los países encaran el desafío del envejecimiento de la población, lo que se requiere promover la mano tendida para suscitar una vejez más saludable y activa, además de brindarle protección social adecuada. De igual modo, el mundo se encuentra desbordado por multitud de realidades violentas que han de cesar. Es una lástima que la corriente vivificante de la poética, de esa mística que mueve los esfuerzos, permanezca invisible. No seamos cómplices de opresiones, ni cobardes, nos merecemos respeto mutuo y más que pan, amor sin reservas, del auténtico, para encontrar una respuesta de cariño cada aurora.
Ojalá se nos despierte la voluntad y nuestras vidas demuestren su poder en acción conjunta y armónica, incluso en medio de la debilidad humana, para que tomemos otro rumbo más considerado, pues si importante en su momento fue vincular a la población con los derechos humanos, hoy también tiene que ser fundamental hermanar sentimientos, al menos para no dañar a los más vulnerables. No perdamos la esperanza de que dejemos hablar al alma, la esencia de lo que somos.
En efecto, pongamos constantemente corazón en lo que hacemos; máxime en un tiempo de tanta siembra de atrocidades, que requieren con urgencia, sobre todo los más vulnerables, ayuda humanitaria y protección. No podemos quedarnos encerrados en nosotros mismos, sin imaginación alguna, es necesario auxiliarnos, vencer definitivamente la desgana, la dureza del nervio y el odio. Son tantas las tentaciones diabólicas, que no podemos dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia.
Truncado el corazón de los moradores todo es posible, hasta justificar el terror. Por eso, cualquier gesto pacifista nos engrandece el ánimo, que buena falta nos hace, y hasta revierte en entusiasmo. El momento no es para decaerse. Necesitamos alentarnos unos a otros. Téngase en cuenta que el hambre está creciendo paulatinamente y se han perdido años de desarrollo a nivel mundial. Lo malo no es ya el debilitamiento de la economía, sino la falta de solidaridad hacia esas gentes que no tienen asegurada la comida o su propia salud. En el núcleo de esto están las comunidades y las tragedias individuales. A propósito, se me ocurre pensar en la declaración del brote de la enfermedad del virus del Ébola en la República Democrática del Congo, una emergencia de salud pública de interés internacional, que no debe utilizarse para estigmatizar o penalizar a las personas que más necesitan nuestra asistencia, y también sentir nuestro sufrimiento. Al fin y al cabo, todos somos linaje, hermanos, o si quieren familia.
*Escritor
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