Cuando se aprecian dentro de un paralelismo sociológico de un lado la trayectoria de la civilización de la América Anglosajona y, del otro, la de los países latinoamericanos, hallaremos notables diferencias ya que de un lado, en el bloque continental del Norte, el progreso técnico, científico y económico, acusa una línea ascensional ininterrumpida, vertiginosa y sorprendente. Del otro lado, en el bloque continental del Sur y Antillano, el desarrollo, en las mismas esferas mencionadas traza una línea vaga, lenta, accidentada.
La una ha conducido, en los tiempos actuales a una culminación de tan grandes proporciones que ha colocado al principal país de aquella zona septentrional, los Estados Unidos, a la cabeza del mundo, como la primera potencia militar y económica. La otra línea en cambio, ha llevado a toda una constelación de pueblos iberoamericanos por los grises panoramas del subdesarrollo a la condición de satélites y colonias del primero. Y, sin embargo, tanto los territorios del norte, como del centro y sur de América, fueron colonizados casi simultáneamente y sus pueblos incorporados al mismo tiempo a la órbita occidental de la cultura.
¿Cómo explicar, entonces, el hecho antes enunciado? ¿Qué motivos han existido para que en el curso de cuatro centurias se haya producido tan grande distanciamiento? ¿Habrá quien piense, acaso a estas altas horas del desmoronamiento de las tesis racistas, en una superioridad étnica por parte del elemento anglosajón sobre el latino? ¿Existirá quien estime que la revuelta, caótica y estrujada Inglaterra de Enrique VIII, era más importante que la pujante y victoriosa España de Carlos V?
La explicación hay que ir a buscarla en otros hechos. El uno es de carácter eminentemente sociológico y el otro de índole antropogeográfica.
En Norteamérica, la de colonización británica, no existió un fenómeno de transculturación sino una simple trasplantación de cultura. No existió allí la reciprocidad de aporte entre la cultura de los inmigrantes y la de los nativos; no fue necesaria la transfusión de caracteres de un grupo humano a otro, ni por lo que se presentaron fenómenos de resistencia y de asimilación y adopción de patrones culturales.
La densidad de la población indígena en aquellas inmensas comarcas era mínima. Se calcula en no más de un millón, el número de aborígenes para todas ellas, en la época de la Conquista. La política indigenista de Inglaterra fue fundamentalmente contraria a la política de la Corona Española. Al paso que esta tendía a favorecer el mestizaje con los indios, aquella era intransigentemente racista: se proponía eliminar las tribus indígenas o al menos, reducirlas a las más precarias condiciones de existencia. Se establecieron campos de concentración para los indios, se estimuló la caza de cabezas entre los pueblos aborígenes en lucha. De esta manera el problema indígena se eliminó desde el principio; no hubo mestizaje, ni integración, ni absorción racial o cultural. Eran simplemente colonias de ingleses que se transportaban a otro territorio, con sus mujeres, con sus costumbres, con sus instituciones y sus modos de vida y de trabajo.