A fines de 1969 conocí una jovencita de 17 años que me llamó la atención, era tumaqueña, delicada, culta, de ojos entre verde y azules, inteligente y, sobre todo, bailaba como nadie. Ella, Lolay, sigue siendo mi compañera de baile.
Su mamá se casó con un ingeniero, hijo de un naviero nórdico, que llegó a Tumaco en la época de abundancia de ese puerto (antes del atropello de los Estados Unidos con Panamá, y de los incendios de las casas de madera). Esta se casó muy joven, tristemente enviudó a los cuarenta años, con 2 niñas y 2 niños. Esta señora terminó viviendo en Bogotá, matriculando a sus hijos en muy buenos colegios, con la ayuda de uno de sus hermanos y de un admirador que la quiso siempre: Guillermo Payan Archer: tumaqueño, abogado de la Universidad Javeriana, poeta y académico.
Como no todo está escrito, pasados los años 70 ella empezó a perder la memoria y sus hijos la llevaron a un ancianato elegante, pero, done no pudieron manejarla, entonces mi esposa y yo resolvimos llevarla a vivir a nuestra casita, en Guatavita.
Esta experiencia es difícil de describir, el Alzheimer siguió avanzando y, Lolay y yo, nos propusimos consentirla como a una joya preciosa. Sabíamos que los que han llegado a esa extraña etapa de la vida no pueden comunicar lo que quieren decir y sufren sin entender lo que les está pasando. Esto, al principio, nos costó mucho: por ejemplo, pusimos en nuestra alcoba una cama de enfermos, pero se pasaba a nuestra cama. A veces le decía a mi esposa que ella estaba llevando a nuestra cama a un señor. Pellizcaba a las enfermeras cuando la llevamos a una clínica...
Poco a poco, fuimos entendiendo el bendito Alzheimer y descubrimos que la música de su juventud la emocionaba y bailábamos con ella: disfrutaba como nunca. Le decíamos refranes de nuestros abuelos y los respondía perfectamente. Ella nos acompañó más de cuatro años, llamaba a su hija mamá y a mí me llamaba papá. Y la verdad sea dicha: esta compañía fue, para nosotros, unos años de alegría inolvidable. Una noche me dijo: Jorge ya estoy cansada, quiero irme. El día siguiente murió, en los brazos de su hija, tranquilamente.
Esta experiencia me lleva a opinar sobre la sentencia de muerte legalizada. “Pasándose por la faja” la Constitución colombiana que privilegia, siempre, la vida sobre la muerte. Si a mí me hacen lo que primero le hicieron a mi suegra, que casi la matan, y me preguntan si quiero morir y estoy muy enfermo, claro que digo que sí. Si me encierran es un cuarto con las cortinas cerradas y me dejan una comida detestable, durante varias semanas, claro que prefiero que me liquiden. Esto ocurre en algunos hospitales de Europa, para ahorrar los costos de las enfermedades terminales. Esto es, para no hablar más del asesinato -legalizado- de las personitas no nacidas, desconociendo que el ADN de un no nacido, siempre, es diferente al de la mamá y del papá. Quieran o no: el negocio de descuartizar bebes no nacidos es uno de los crímenes más aterradores de la historia de la humana.