Creo firmemente que nuestra misión existencial es contribuir a la expansión de la consciencia. Todo es esa Consciencia, con mayúscula, que se manifiesta en cada cosa que existe: en las galaxias y sistemas solares, en el agua y el viento, en cada ser viviente, en cada roca y grano de arena. La fragmentación del paradigma newtoniano-cartesiano, que ha sido útil para clasificar y entender hasta cierto punto la dinámica de la vida, nos ha hecho perder de vista esa totalidad de la que provenimos y a la que volveremos, como lo sostiene la gran mayoría de las tradiciones sagradas de sabiduría. La evolución no para, continúa cada instante desplegándose, tanto en lo micro como en lo macro. Nuestra vida es prueba tangible de ello: estamos llamados a aprender, expandirnos, trascender, y la mejor manera de hacerlo es mediante la conexión con esa misión que habremos de cumplir.
Entones, no se trata de hacer por hacer, sino hacer para contribuir al ser. De allí que sea tan importante apoyar a niñas y niños en el descubrimiento natural de esa misión, teniendo claro que ellos no son el futuro de una sociedad sino que son un presente maravilloso que ya está evolucionando. Pero, el sistema bancario de educación que prevalece en nuestros contextos antes que permitir la exploración de la misión individual está diseñado para fabricar masas que no desarrollan su consciencia social, política ni económica, sino que obedecen a las leyes del mercado. Son pocos y afortunados los ejemplos de modelos pedagógicos que permitan la apropiación del ser, el descubrimiento de lo que el alma individual necesita para su desarrollo. La infancia de hoy sigue enmarcada en esquemas de competencia, en todo sentido. De hecho, algo que enorgullece al sistema educativo es la educación por competencias, esas establecidas desde afuera. “Tú eres competente solo para esto o tu competencia se requiere únicamente en este campo…” Es una castración cognitiva, emocional e incluso física absolutamente lamentable y en contravía de las leyes universales del amor, desconocidas o desdeñadas.
Necesitamos, como humanidad en lo macro y como comunidades específicas en lo micro, abrir más espacios que fomenten la conexión entre el ser y el hacer. Esto en realidades como las nuestras suena algo más que utópico, si se quiere ingenuo, pero resulta imprescindible para construir mejores sociedades. Es un asunto de conexión; mientras sigamos desligados de lo realmente importante y sigamos distraídos en el hacer y el tener desconectados de lo esencial, seguiremos por décadas o siglos hablando de corrupción, narcotráfico, violencia intrafamiliar, adicción a sustancias psicoactivas o delincuencia común. La clave para salir del atolladero es generar espacios y modelos que nos permitan conectarnos con nuestro interior y sintonizar el hacer con el ser. Conectémonos ya con nuestra misión existencial.