Todo ser humano sueña con un mundo más equitativo y solidario, con unas condiciones de vida dignas y una armónica convivencia que active las relaciones entre las personas. Sin embargo, con demasiada frecuencia no sucede así. Justo, en este tiempo de encuentros y de brindis en favor de las sanas aspiraciones, hemos de confiamos en desvivirnos por vivir, abrazados a los vínculos e intentar ser felices. Naturalmente, pueden surgir actitudes que nos alejan o sentimientos que nos sobrepasan; pero, en cualquier caso, hay que reponerse siempre con la mejor de las expresiones.
Sea como fuere, tenemos que ser capaces de hallarnos a nosotros mismos, siendo fieles a nuestra propia identidad, fomentando sin complejos la guardia del poeta y el desprendimiento del santo nombre de Jesús niño, compartiéndolo todo con la sencillez del donante y ubicándolo comunitariamente, haciendo hogar o si quieren dándonos luz a golpe de corazón, con firmeza y suavidad.
También es natural que, aquello que tiene alma, brille por sí mismo; y así, resplandeció como jamás en el “Magníficat” una gratitud llena de humildad, señal del encuentro íntimo de María, que responde al Don de lo alto con la mística de la entrega. Indudablemente, aquí nace nuestra gran tarea, que no es otra que el espíritu conciliador entre la propia especie, toda vez que ha de germinar reconciliada consigo mismo y con la viviente creación. Ciertamente, el camino no es nada fácil. Lo importante es sentirse respaldado humanitariamente y unidos en la diversidad de nuestras sociedades, por lo que nos incumbe además, la responsabilidad colectiva de respetar y defender nuestros distintivos principios y valores humanos, en especial la de los más vulnerables y, en particular, aquellos que aún han de estar en formación.
Hay evidencias que están ahí, que deben hacernos despertar nuestra morada interior, para poder salir de este mundo de apariencias e ilícito a más no poder, que requiere de otras vivencias, pensamientos y sentimientos. Hemos de reconocer que la humanidad anhela, sobre todo ahora, despojarse de tensiones y tristezas para retornar a la alegría, con la quietud necesaria para huir de este mundo enfermizo y desigual, desordenado, que lleva en su culpa un aluvión de penas, a las que tenemos que hacer frente de manera conjunta. Se divulga que nos hemos mundializado, pero no hermanado, que es la gran fuerza positiva existencial.
Ciertamente, todos tenemos miserias en los rincones tenebrosos del nervio, que requieren de una tranquilidad interior más profunda, si en verdad queremos florecer hacia otro mundo más habitable, exento de la plaga de la deshumanización y del virus de la inhumanidad. Hoy millones de personas abandonan sus países cada año, con programas de migración laboral temporal, que prometen beneficios tanto para las naciones de destino como para las de origen, pero muchas veces y en demasiadas circunstancias, esos planes de empleo imponen restricciones inaceptables a los derechos humanos.
Son, precisamente, estas crueles atmósferas las que nos dejan debilitado el inconfundible espíritu combativo. Por tanto, hay que reivindicar la Navidad con el abrazo permanente y el aliento a los hermanos que tienen necesidad de nuestra ayuda cariñosa. Dejemos a un lado, en consecuencia, la fiesta del despilfarro. El Dios que viene está en ese humano indefenso, en ese ser abandonado que gime y nadie seca ni sus lágrimas. Pongamos imaginación, a través del ojo del alma, para llegar a los desfavorecidos que no encuentran consuelo de parte de sus análogos. Lo edénico será acariciar con la mirada, hablar con el corazón y moverse con la mente. No hay mejor propósito, desde luego, para no desatinar el paso de su tino.