Me entristece la mirada de tantos indefensos que caminan desorientados por este mundo insensible, que permite el sufrimiento de los niños, la soledad de los mayores, o las barbaries entre inocentes. No entiendo este cúmulo de violencias por doquier. Hay moradores que ya no tienen lágrimas para poder seguir viviendo en esta selva de intereses. Los hemos dejado sin aliento, y sus vidas se han convertido en un río ensangrentado, sin posibilidad de poder vivir de acuerdo con ese espíritu de dignidad que todos los humanos nos merecemos. Aún así, me respondo, estoy llamado a sembrar alegría, la eterna juventud del ánimo. Multipliquemos el júbilo; porque, sin ese entusiasmo, nuestra misma existencia es baldía.
El amor ya no es lo que es, nos lo hemos dejado sin latidos, y apenas ya nadie siente nada por nadie. Deberíamos reconducirnos, reinventarnos en el verso, sostenernos en la verdad, abandonarnos en el sueño para poder ser horizonte; sí, esa mirada de afecto que todos necesitamos para levantar cabeza. Justamente, todo crece desde el amar y desde el amor. Pensemos en nuestro primer deber, el de alegrarnos al amanecer de un nuevo día y poder ponernos en camino; pues, mientras hay vida, también hay expectativa.
Confieso que me mata esta tristeza que bebo a diario, con solo caminar por la vida y escuchar a mis análogos. Son tiempos difíciles. Nos los hemos complicado. La mentira se ha adueñado de nosotros. Ciertamente, cuesta despertar y esperanzarse, retomar fuerzas, máxime en un momento donde prolifera la desunión entre linajes, lo que hace que los chavales sean más vulnerables a la explotación y al abuso. Ellos no son responsables de nuestras locuras. Por otra parte, ahí está la permanente ola de refugiados y niños migrantes que no cesa, a pesar de los peligros del viaje. En la huida no sirve sólo la ayuda humanitaria, hacen falta gentes con espíritu de acogida, poetas de verbo sincero dispuestos a batallar por los débiles, individuos con coraje para lleva la luz allá donde hay tinieblas y tranquilidad allí donde hay dolores.
Hemos de conseguir que, en este mundo, gobierne únicamente el amor.
A propósito, el inolvidable filósofo y escritor indio Rabindranath Tagore (1861-1941), solía decir que: “Dormía..., dormía y soñaba que la vida no era más que alegría. Me desperté y vi que la vida no era más que servir... y el servir era alegría”. Fecundémonos de esa primavera, que nadie nos quite esa visión de nuestros ojos. Rindámonos a esa pasión verdadera, transparente, de donación total, desprendida a más no poder, capaz de trascender en nosotros el gozo de sentirnos alguien por los demás, lo que nos hará sonreír a pesar de los muchos pesares. Porque, en efecto, por muy inmenso que sea el vacío interior que llevemos consigo, nos espera esa semilla alegre de sentirnos parte de la vida de nuestros semejantes, pues nada existe que no cohabite en la universalidad de la alianza, por mucho equipaje de decepciones y derrotas que aglutinemos.
Por tanto, tampoco hay que tener miedo a entristecerse mar adentro, sabiendo que tras los momentos difíciles, siempre llega el instante preciso y precioso del sol, que nos pone en movimiento y nos ilumina. A lo mejor tenemos que repensar lo vivido hasta ahora, escucharnos más interiormente, cuando menos para ingeniar otras etapas más solidarias y de mayor entrega a los nuestros, que somos todos en todo. A lo mejor tenemos que simpatizar más con nosotros mismos, poner más empatía con nuestro entorno, y hablar menos de nuestras penurias, o quizás, lo justo y preciso para el cambio. Querer es poder, ya lo sabemos. Pongámoslo en práctica.