En esta época de crisis de las democracias y de la expansión de los populismos que se orquestan con la difusión del miedo, la propagación de los odios y las consecuentes divisiones, conviene tener presente las enseñanzas de los antiguos, particularmente las de Cicerón, quien conminaba a los gobernantes a seguir dos máximas de Platón: la primera, que aquellos deben esencialmente velar por el bien de los ciudadanos, olvidándose de sus propias conveniencias. La segunda, “que su cuidado y vigilancia se extienda a todo el cuerpo de la República, no sea que por mostrarse celosos con una parte desamparen las demás”, y ello porque los que se desvelan por una parte de los ciudadanos, y descuidan la otra, introducen perniciosamente la sedición y la discordia; “de donde nace que tomen unos el partido del pueblo, otros el de la nobleza y muy pocos el del común”.
El mismo autor Invitaba a quienes manejan las riendas del poder a entregar todo a la República “mirando por ella de manera que se extienda y alcance a todos su cuidado”, igualmente a evitar “exponer a nadie al odio y a la envidia de los demás”, y a ignorar a los que nos inducen a “mostrar grave enojo con nuestros enemigos”.
El mensaje de Cicerón parece escrito para estos convulsionados tiempos, y por ello Martha C. Nussbaum -en La Monarquía del miedo-, declara que “los griegos y los romanos tenían razón”: la ira, hermana del odio, “es un veneno para la política democrática”, y sus efectos son más nocivos cuando está alimentada “por un miedo subyacente y una sensación de impotencia creciente”. En efecto, el papel del miedo es el de ser fuente y cómplice de la ira vengativa, por lo que la misma Nussbaum nos convoca a persuadirnos que “debemos resistirnos a la ira en nosotros mismos e inhibir su incidencia en nuestra cultura política”.
Por su parte la alemana Carolin Emke -en Contra el odio- ha dado claves que van en la misma línea de enfrentar esa dinámica conflictiva y excluyente que promueven las visiones políticas extremas, las cuales buscan enfrentar a los miembros de la sociedad como una estrategia para lograr sus fines e imponer sus agendas de dominación. El odio, nos dice Emke, “solo se combate rechazando su invitación al contagio. Quien pretenda hacerle frente con más odio ya se ha dejado manipular”, pues con ello termina asumiendo el papel que han buscado quienes lo promueven. El odio solo se puede combatir con lo que a quienes lo propagan se les escapa: “la observación atenta, la matización constante y el cuestionamiento de uno mismo”.
Es importante promover la visión crítica, plural, abierta e inclusiva de la sociedad, no una en que se pierdan los matices y en la que todo se exponga bajo la simpleza de un lente que solo ve en blanco y negro y que nos divide en buenos y malos. En este sentido, y como una connatural expresión de libertad, la sociedad, como dice Emke, debe estar permanentemente cuestionándose si en realidad cumple las condiciones de una sociedad abierta y liberal en la que a pesar de las diferencias sus miembros se guardan respeto, y así generar en ellos “la confianza de que no van a ser excluidos ni atacados de forma arbitraria”, lo que a su vez genera una esperanza de futuro común que nos conduce a la acción y no a la parálisis derivada del miedo y la desconfianza en los otros.
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