El mundo arde en ideologías que son un verdadero tormento, con lo que esto conlleva de inseguridad e incluso de violación de los derechos humanos, que sumado al descontento económico de las gentes, en parte propiciado por esa falta de empleo digno que todos nos merecemos, acreciente una atmosfera verdaderamente preocupante.
Hay que dejar de lado el resentimiento y activar, con paciencia y clemencia, otros lenguajes menos ofensivos. Ya está bien de enfrentarnos unos contra otros. Prohibamos los discursos de odio y los llamados a la violencia. Es cuestión de tomar conciencia de que lo armónico es fruto del desarrollo integral colectivo, donde nadie puede quedar excluido, pues todo individuo tiene derecho a determinar la dirección y el alcance de su futuro. Propiciemos esos pequeños gestos comprensivos, cada cual en su lugar, sin obviar ese respeto inherente de uno mismo, una de las primeras condiciones para saber coexistir y cohabitar.
Indudablemente, aún nos falta saber vivir en este endiosado planeta de privilegios para algunos, mientras otros se ahogan en su propio dolor y desventura. Algo que nos exige, ya no sólo una maduración innegable, sino también un discernimiento garante, que pueda reorientarnos ante los diversos itinerarios mundanos. Para empezar hemos de trascender hacia una economía más verde, más solidaria y equitativa. Por otra parte, si hay violencia en nuestros corazones difícilmente vamos a propiciar entendimiento. La misma intimidación ejercida en el trabajo nos resta sosiego. En los países más pobres, dicha coacción da lugar a prácticas inaceptables que frecuentemente se ven agravadas por la miseria. Es el momento, pues, de adecentarnos en la apertura sino queremos destruirnos como especie. No me gusta la rigidez. Hoy más que nunca necesitamos ensanchar el corazón y tender puentes. Precisamente, un reciente informe de la Organización Internacional del Trabajo, pone de manifiesto la insuficiencia de las respuestas políticas a la creciente demanda y cuantifica la extensión de la carga de cuidados a la persona que recae sobre las mujeres. Aún las cifras muestran que las hembras dedican más de tres cuartas partes del tiempo empleado en el trabajo de cuidado no remunerado.
Donde quiera que uno mire, ve esa ausencia de espíritu asistencial que nos deja realmente tristes. “Es una lástima que los Estados usen las leyes de migración para justificar políticas racistas”, dice un titular próximo de Naciones Unidas. Olvidamos que estamos llamados a auxiliarnos, a responder con generosidad, avivando esa cultura de la mano tendida siempre. Todos nos merecemos nuevas oportunidades. Quizás tengamos que aprender a vivir seriamente por dentro, al menos para saber cuidarnos. En efecto, es desde la acción cómo se pueden resolver los problemas. Quizás pueda ayudarnos lo que en su tiempo dijo el comediógrafo francés Molière (1622-1673): “Esforcémonos en vivir con decencia y dejemos a los murmuradores que digan lo que les plazca”. Sí, sólo desde el esfuerzo y la moral se pueden corregir los errores cometidos, y también desde el amor aquellos deslices del alma. Al fin, uno ha de comenzar cada día ese instante de acercamiento que nos humaniza y nos fraterniza, que es lo que realmente nos da alas para tomar esa sensación de que uno no quisiera morir. Porque el amor, en suma, es lo que nos da existencia y asistencia.
En cualquier caso, por tanto, despojémonos de toda violencia, y pongamos en valor los afectos en sus fundamentos esenciales de vida, de manera sincera y realista, para que la propia experiencia espiritual nos armonice. Dicho lo cual, aprendamos a valorar nuestras propias relaciones con los demás, sin evadir ese tejido de hábitos desprendidos, que es lo que justamente da sentido a ese hermanamiento de culturas (o de matices sí quieren), que son nuestra continuidad histórica, el modo de pensar y de vivir, de madurar y preocuparse por el análogo; de crecer, en definitiva, hacia un nuevo código ético que nos universalice para renacer con otro talante más compasivo.
*Escritor